Ocres, parduzcos y castaños: no todo tiene que ser verde en un jardín
La corteza noble de los árboles, las arquitecturas secas bajo la escarcha o las hojas amarillentas de una planta que hiberna no debieran infundir tristeza, sino alegría por la hermosura de sus tonos y regocijo por la promesa de lo que vendrá cuando llegue la primavera
Al término de una conferencia sobre las hierbas urbanas, se escucha una reflexión por parte de uno de los asistentes: “¿Por qué también trasladamos a las plantas el ideal de belleza y de juventud que imponemos en nuestras vidas?”, se pregunta, intrigado. Este pensamiento tiene mucho de observación, ya que es evidente que, en el jardín, muchas personas no soportan los tonos marrones y amarillentos de los ciclos de las plantas. Es cierto que se suele pretender que el jardín siempre esté verde, que siempre cuente con flores y que no haya el menor rastro de decrepitud o de senescencia. Y, paradójicamente, esos procesos también hacen del jardín un espacio muy vivo, en constante cambio, un lugar vibrante que nos enseña sus ciclos sin esconder nada, porque no hay nada prohibido o que se convierta en un tabú, ni tan siquiera la muerte.
Enero es un mes perfecto para disfrutar y para aprender a valorar la estética de lo que no se muestra tan vital, en apariencia. Se puede comenzar por lo más grande, los árboles. Aquellos de hoja caduca se han despojado de todo adorno —o no, como se verá a continuación— y enseñan su belleza al desnudo, en la que es posible admirar la perfecta anatomía de sus troncos y ramajes. La corteza cobra todo el protagonismo en estas especies, y se puede comparar de forma detallada cada una de las texturas de cada árbol: las más lisas, las más rugosas, las que tienen una arquitectura imbricada y compleja, las que se decapan de forma progresiva… Y sus colores: de las más oscuras de los olmos (Ulmus spp.) o de los robles (Quercus spp.) a las más claras de los plátanos (Platanus spp.) o de los abedules (Betula spp.). Los ocres, los parduzcos y castaños, todas las tonalidades sobrias y elegantes, se enseñorean ante la ausencia de las hojas.
Si se levanta la mirada, algunos de esos mismos árboles adornan sus ramas con frutos. No todo está detenido, sino latente, que parece lo mismo pero no lo es. Las semillas aguardan el momento de lanzarse al suelo, y en ciertas especies ese salto se hace de rogar. Esto ocurre con las grandes vainas de las acacias de tres espinas (Gleditsia triacanthos). Penden a veces con tal abundancia de las ramas del árbol que le proporcionan un aire misterioso; con el aire se mueven en sincronía, aunque pesadas. Su color, chocolate oscuro, contrasta con los frutos de otro árbol caducifolio que puede crecer muy cerca en los parques, y que tienen un tono crema muy claro: la melia (Melia azedarach). Las bolitas que son sus frutos recuerdan a los remates que engalanan las cúpulas de la basílica de San Marcos, en Venecia. Esperan pacientes a que el árbol retome el crecimiento e hinche sus yemas florales, para, entonces, caer sin más ceremonia al encuentro de la tierra. Esa misma tierra, en los sitios donde no hayan pasado las escobas metálicas ni las sopladoras de los jardineros, estará cubierta de las hojas secas de esta y otras especies, resguardando la tierra, todo un reservorio de nutrientes que se descompondrá llegada la primavera.
Cuando se mira a ras de suelo, en los jardines también se encontrará la belleza de los tonos ocres y amarillentos de las gramíneas (familia poáceas). Una que suele dar fastidio a la vista, también por falta de entrenamiento, es la grama (Cynodon dactylon), que pardea y amarillea sus hojas, dando unos tonos invernales a las praderas. A cambio, proporcionará un césped de gran resistencia que no necesitará de tanta cantidad de agua durante los periodos más secos del año. Otras gramíneas, en cambio, ostentarán también sus espigas secas, para el disfrute de la brisa. Los miscantos (Miscanthus spp.) o los calamagrostis (Calamagrostis spp.) son algunas de ellas, e incluso pueden amanecer escarchadas en aquellas regiones propensas a recibir la mañana con finos cristales de hielo.
Asimismo, los restos de flores de muchas plantas vivaces permanecen secas. Una de ellas son las cabezas oscuras, casi negras, de las rudbekias (Rudbeckia fulgida). Estos margaritones amarillos dejan un rastro de lo que fueron durante muchos meses. Se convierten así en un recuerdo de su espectacular floración, a finales de la primavera, un llamamiento perfecto a la frágil memoria del propietario del jardín: “Fui lo que ves y volveré a resurgir, ten paciencia”. No menos son las hortensias (Hydrangea spp.), que también mantienen sus inflorescencias secas —si no se las ha podado—, dando un interés adicional a los fascinantes ciclos vegetativos de estos arbustos únicos y tan queridos. En el Reino Unido, uno de los paraísos jardineros, se potencian todos estos ciclos en lo que denominan “jardines de invierno”. En ellos se cultivan todas aquellas plantas que aportan un pico de belleza en esta estación, en muchos casos por quedarse sin hojas y mostrar colores únicos o por los tonos y las arquitecturas de sus restos secos.
Un mantra que se repite en la jardinería y el paisajismo de los últimos tiempos es el de que “el marrón es el nuevo verde”, tanto en el invierno como cuando llega el verano y se agostan ciertas plantas. Se debiera educar la mirada para valorar estos tonos, que completan el discurso de vida que es el jardín, cualquier jardín. Cuando se observen unas flores marchitas bajo la helada o las hojas amarillentas de una planta que hiberna no debieran infundir tristeza por lo pasado, sino alegría por la hermosura de sus tonos y formas presentes, y regocijo por la promesa de lo que vendrá después.
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