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La belleza imperecedera de los jardines de Al-Ándalus

En la península Ibérica hay más de 6.000 especies de plantas, entre las que se incluyen aquellas con las que los árabes contribuyeron a enriquecer la vegetación autóctona

Al-Ándalus
Un almez desplegando sus nuevas hojas de color verde pálido a finales de marzo en la zona de huertas del Generalife granadinoFran Villegas
Eduardo Barba

La península Ibérica ha sido depositaria de una riqueza botánica única a lo largo de los siglos. Esto es debido, en parte, a su posición geográfica estratégica en el extremo de Europa. La naturaleza ha regalado a España una infinidad de endemismos botánicos, “que son aquellas plantas que crecen en un ámbito reducido y no se encuentran de forma natural en ninguna otra parte del planeta”, como señala Antoni Buira, autor de una interesantísima tesis doctoral sobre la flora endémica de la península. Con más de 6000 especies ibéricas —de las que más de 1.000 son endemismos—, a toda esta amplia variedad botánica hay que sumarle las que llegaron por los avatares de la historia.

Entre esos momentos históricos, los árabes también contribuyeron sobremanera a enriquecer la vegetación autóctona. En el imaginario colectivo siempre se evocan los jardines de al-Ándalus como uno de esos periodos de prosperidad en el cultivo de las plantas. En aquellos vergeles se criaban árboles venidos de lejos, como es el caso del naranjo amargo (Citrus x aurantium), introducido en la península Ibérica en el siglo X u XI, dependiendo de la fuente consultada. A este respecto, Pepe Tito, estudioso de los jardines históricos, puntualiza que este naranjo “es una de las plantas ornamentales por excelencia en los jardines andalusíes”, que utilizaban principalmente con fines decorativos, pero también medicinales. Al respecto, los escritos de la época reflejan cómo esta planta, proveniente de la India, era conveniente que creciera con violetas (Viola odorata) al pie, como recuerda el libro Árboles y arbustos de al-Ándalus, editado en el 2004 por el CSIC.

Hay muchos más árboles que se cultivaban en aquellas huertas y jardines. Fran Villegas, jardinero paisajista y enamorado de esta época, relata cómo “el almez (Celtis australis) era muy utilizado por los andalusíes y los moriscos”: “Con este árbol formaban bosquetes alineados para sujetar las terrazas de cultivo. Contenían su poderoso crecimiento con severos desmoches. Con esas podas drásticas, obtenían también madera para fabricar útiles de labranza o leña. Las copas de estos almeces protegían del viento a los cultivos y también se utilizaban como soporte para que, sobre ellos, crecieran las vides (Vitis vinifera). Era tan valorado que una huerta que contara con almeces era más valiosa”, finaliza Villegas. Hoy en día, se puede disfrutar de su sombra en los bosques que rodean la Alhambra, el monumento andalusí más reconocible. Este árbol, curiosamente de la misma familia que el lúpulo (Humulus lupulus), el cáñamo y la marihuana (Cannabis sativa), es muy reconocible por su corteza lisa y plateada, que se suele comparar con la piel de un elefante.

Naranjo amargo en una calle de Andalucía.
Naranjo amargo en una calle de Andalucía. Reimar Gaertner/UIG (Getty Images/Collection Mix: Sub)

Pepe Tito, autor de multitud de artículos sobre este periodo, y de libros imprescindibles como El jardín hispanomusulmán, puntualiza que “en aquellos tiempos, decir jardín era decir arrayán”. En la actualidad, quizás se emplea más el apelativo de mirto, pero ambos términos se refieren al mismo Myrtus communis. El arrayán, insigne miembro mediterráneo de la familia de los eucaliptos (Eucalyptus spp.) australianos, guarda con aquellos parientes la misma peculiaridad de unas flores llenas de estambres locos y de hojas con aromas magistrales. Tito relata la curiosa historia de la diversidad del arrayán en el Mediterráneo: “En época clásica, según Plinio el Viejo, ya se daban tres tipos de mirto. El de hoja pequeña (Myrtus communis subsp. tarentina), el de hoja mediana (Myrtus communis subsp. communis) y el de hoja grande o morisco (Myrtus communis subsp. baetica). Plinio lo llamaba por aquel entonces hexasticham, debido a que sus hojas se agrupan de tres en tres y, si observamos la ramilla, dan una sensación de nacer en grupos de seis”, concluye Tito.

El arrayán morisco con sus estéticas ramillas y hojas grandes en el Jardín Botánico de la Universidad de Granada, esta semana
El arrayán morisco con sus estéticas ramillas y hojas grandes en el Jardín Botánico de la Universidad de Granada, esta semanaPepe Tito

Este arrayán morisco era el que conformaba los setos de la Alhambra por aquel entonces y, tan popular fue su cultivo en aquellos siglos de dominación árabe, que perduró aún después de la conquista de Granada. De su popularidad y de su desembarco en lejanas tierras deja constancia de nuevo Tito: “Cuando Felipe II se casa con María Tudor en 1554, los ingleses tuvieron conocimiento de esta planta y se la llevan para Inglaterra. De hecho, el pirata Walter Raleigh lo cultiva en los jardines de su casa, que precisamente se llamaba La casa de los mirtos”. Este estudioso apunta que su cultivo fue decreciendo, hasta que en el siglo XVIII se olvida su rastro casi por completo. Afortunadamente, Pepe Tito y Manuel Casares —este último actual director del Jardín Botánico de la Universidad de Granada y catedrático en dicha universidad—, descubrieron unos pocos ejemplares que todavía crecían dispersos en distintos jardines de Granada, como en el Generalife. “Se está recuperando y plantando en muchos lugares”, asegura Tito. La belleza del arrayán morisco nos traslada a aquellos jardines andalusíes, con su propio perfume mezclado con el de los jazmines, el azahar y las azucenas.

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Sobre la firma

Eduardo Barba
Es jardinero, paisajista, profesor de Jardinería e investigador botánico en obras de arte. Ha escrito varios libros, así como artículos en catálogos para instituciones como el Museo del Prado. También habla de jardinería en su sección 'Meterse en un jardín' de la Cadena SER.

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