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Vermú y verbena
Columna
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Madrid crece en vertical: infraviviendas en el bajo y lujo disfrutón en el ático

La ciudad empuja a los vecinos a los extremos, en una metáfora urbana pluscuamperfecta

Enrique Alpañés

Dicen que el ascensor social no funciona, y esta afirmación, en Madrid, parece inquietantemente literal. Basta dar un paseo por el centro para comprobarlo. Ves los bajos de los edificios llenos de ventanas enrejadas, escaparates de vidas ajenas. Las fruterías y los bares se han transformado a toda prisa en viviendas sin luz, ni intimidad, ni apenas metros cuadrados. Los vecinos se amontonan donde antes se exponía el pescado o se despachaban cervezas. Y a cinco tramos de escaleras, un botón de distancia, Madrid se pone ibicenca y glamurosa. Se suceden los áticos de revista, los rooftops gintoniqueros. Parece que desde esas coordenadas casi pueda tocarse el cielo. Y me parece la metáfora urbana pluscuamperfecta, un síntoma de hacia dónde vamos en esta metrópoli.

Esta fue siempre una ciudad vertical. Ancha es Castilla y larga es Madrid, que a pesar del espacio disponible decidió crecer hacia arriba, pegar el estirón. Las viviendas, aquí, siempre se han construido unas encima de otras y solo en los últimos años hemos empezado a imitar el modelo de suburbios estadounidense. Los madrileños estamos acostumbrados a vivir apelotonados. Dormimos con la vida de una familia desarrollándose sobre nuestras cabezas. Con los sonoros dramas y las eróticas alegrías de otros sucediendo bajo nuestros pies. Los pisos son estanterías de personas, que se colocan ordenaditas de forma eficiente, como los filetes en la nevera o los jerséis en el armario.

Pero no todas las baldas cotizan igual. Dentro del mismo edificio conviven vecinos con diferente capacidad económica y esta viene reflejada por el botón que pulsan al meterse en el ascensor. Los áticos pueden llegar a costar entre un 30 y un 50% más que un piso intermedio y los bajos, aproximadamente un 23% menos. En una ciudad caótica y apretujada, vivir a ras de suelo supone hacerlo a la sombra de los otros. Y una vida entre tinieblas sale más barata que una luminosa rutina.

Últimamente, llega tanta a esta ciudad que ya no sabemos dónde meterlas. Ves a nuevos madrileños en las estaciones y los aeropuertos, buscando frenéticamente un lugar donde caerse vivos y deshacer las maletas. Al final, para hacerles sitio, hemos empezado a rebañar los últimos metros libres que quedaban en los edificios. Los bloques se han ido estirando con los pellizquitos del mercado, inventado pisos en buhardillas y semisótanos, en los cuartos de las calderas y las tiendas de ultramarinos. Las casas madrileñas han demostrado ser como el cerdo: de ellas se aprovecha hasta el último centímetro. De seguir así, a este paso vamos a poner a la gente a vivir en el ascensor. Al tiempo.

De esta forma, el vecindario se ha echado a tierra, se ha caído por los suelos. Están los madrileños buscando un hueco en los trasteros donde colocar sus cosas y hacerse una vida, como porteros huérfanos de portería. En un principio lo hicieron los turistas, pero se ve que el modelo funcionó tan bien (para los caseros) que han decidido extenderlo a cualquier hijo de vecino. Resulta que es más rentable colocar a señores en el bajo a vivir que ponerlos a vender enaguas, tornillos o carcasas de móviles. Y así los bajos comerciales han dado paso a los bajos residenciales y la calle se ha llenado de salones con la tele puesta, de cocinas humeantes y camas sin hacer. Sales a comprar el pan y vuelves a la media hora desorientado y sin un mendrugo que echarte a la boca, pero con un montón de cotilleos y una orden de alejamiento.

También fueron los turistas los primeros en venirse arriba, los que vieron el potencial del Madrid de las alturas. Los áticos y las terracitas canallas empezaron a colonizar la parte alta de los hoteles. Pero pronto esta idea se fue trasladando a los centros comerciales, a los museos y edificios gubernamentales, incluso a las comunidades de vecinos. Donde antes se amontonaban las cajas de aires acondicionados, ahora han puesto tumbonas, duchas y césped artificial. Las azoteas comunitarias se han convertido en espacios chill out. Mucho más apetecible celebrar ahí una junta de vecinos que en la oficina del administrador, dónde va a parar, que al cuarto mojito te vienes arriba, y apruebas cualquier derrama al grito de “¡a esta invito yo!”.

Los vecinos de las alturas también se han apuntado a la moda. Han llenado sus terracitas de plantas tropicales y tumbonas, quizá haciendo caso a aquella propuesta loca de Ayuso para frenar el cambio climático a base de macetas (¿Qué fue de aquello? Sigo esperando que me manden mi geranio). Yo cuando paseo por los barrios buenos acabo siempre con dolor de cuello y de imaginación, de tanto mirar y fantasear con esas casas. Pisos frondosos y luminosos, alejados del viandante, la contaminación y el ruido. Pisos desde donde puedes mirar a los vecinos por encima del hombro, por debajo del visillo, y ellos a ti ni te intuyen. Solo alguien que esté a tu altura, que tenga otro ático, puede curiosear tu casa.

Es importante mirar Madrid de arriba a abajo para hacerse una composición de lugar, una idea general. Cuando lo haces, ves edificios atestados, con gente desde el semisótano (espacio coqueto, mejor ver) hasta la bandera (de España) del ático. Bloques donde la miseria y el lujo están a unos peldaños de distancia, donde los vecinos comparten un portal que da acceso a viviendas y vidas opuestas, a dos tipos de Madrid. Y de esta forma compruebas como al final son estos extremos los que acaban de definir la ciudad, un lugar donde la gente está cada vez más arriba y más abajo.

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Sobre la firma

Enrique Alpañés
Licenciado en Derecho, máster en Periodismo. Ha pasado por las redacciones de la Cadena SER, Onda Cero, Vanity Fair y Yorokobu. En EL PAÍS escribe en la sección de Salud y Bienestar
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