Señora Concha, por favor
La tarde en la que el espíritu de Berlanga decidió dirigir la vida de una comunidad de vecinos, donde muchos apenas se conocen

Berlanga empezó a dirigir mi tarde llamando tres veces al timbre.
―Prprprprrrrrrr prprprprrrrr prprprprrrrrr... (onomatopeya del sonido de un timbre porque, seamos realistas, los telefonillos no hacen “din don”).
No llegué, no descolgué. Volví a mi sitio.
Sonó por segunda vez: “Prprprprrrrrrr prprprprrrrr prprprprrrrrr...”. Me levanté y dejó de zumbar. Otra vez que no llegué y no vivo en un palacio.
A la tercera, sonó, corrí y no vencí. Se apagó, pero levanté el telefonillo y entonces: cámara, luces y ¡acción! Se encendió la pantalla del nuevo portero automático, no era la primera vez porque el técnico ya lo había probado, pero eso fue el preestreno. Ahora llegaba el estreno y ¡vaya estreno! En la pantalla aparecieron dos figuras: un hombre y una mujer. Él, con abrigo negro y sombrero negro, era el portero (el humano, no el automático). A ella no la conocía y el plano tampoco me la mostraba bien, pero sí la oía. De repente, escuchaba una conversación entre varias mujeres (no supe distinguir cuántas) en la que no sabían que estaba.
―Me han dicho que tienes que darle al dos, cero, cero, cuatro y campanilla.
―Eso hago y no pasa nada.
―Aquí no suena.
―Pero yo te oigo.
―No abre.
Repetían números y campanillas. Decidí entrar: “Hola, ¿me oyen?”. Ni caso. Insisto: “Hola”. Nada, seguían a lo suyo. Lo vuelvo a intentar: “Hola, ¿quiénes son?, ¿con quién hablo?”. ¡Bingo! Una de ellas dice: “Ahora parece que estoy oyendo a otra persona”. Me apresuro a decir: “Sí, sí, ¿me oyen?, quiénes son”. “¿Quién eres tú?”, me responden con buen criterio, yo hubiera hecho lo mismo. Al fin y al cabo, yo aparecí allí sin permiso, aunque a la que le sonaba el timbre era a mí. Contesto: “Soy la vecina del 4º A”. Una de las voces me dice: “Yo la del 1º C”. Por fin habla el portero, que estaba en plano todo el tiempo, pero no decía nada: “Se cruzan las conversaciones”. Yo estaba estupefacta: no conozco a la mayoría de mis vecinos y ahora puedo hablar con ellos a través del telefonillo. Desconocía esta función, juraría que no estaba entre todas las opciones que me dieron. Pensé en Berlanga, realismo puro.
Salí de ese guirigay preguntando: “¿Abro a alguien?”. “Sí”, dijo la mujer que estaba en la calle y aparecía en mi pantalla. Le di al botón y colgué. Seguí con lo mío.
Volvió a sonar el timbre. No me moví, paró solo, no hubiera llegado. Otra vez, lo mismo. La siguiente me levanté a ver qué pasaba. ¿Iba a estar toda la tarde sonando? Yo no esperaba a nadie. Contesto: “¿Quién?”. En la pantalla, una mujer con ojos saltones, no sé si era así o era la imagen en ojo de pez: “Mami, ábreme”.
Lo que me faltaba: se rompe el portero automático y me sale una hija adulta que no conozco. Abrí. No la saqué de su error. Tenía la esperanza de que no llegara a mi puerta. No ocurrió. Seguí trabajando. Otra vez: “Prprprprrrrrrr prprprprrrrr prprprprrrrrr”. No podía estar toda la tarde colgada del telefonillo, me bajé a buscar al portero (humano). El nivel de confusión iba subiendo: lo encontré hablándole muy alto al timbre con sus números, sus campanillas, su cámara y su interfono: “Señora Concha, por favor, dele a apagar, que si no se oye su casa en toda la calle”. La situación era más crítica de lo que pensaba. La única solución que teníamos era llamar al servicio técnico. Lo hice, me respondió un contestador automático (como el portero), marqué los números y almohadillas (aquí no eran campanillas) que me pidió. Solo me quedaba no desesperar.
Por suerte, la noche se iba echando y en mi comunidad somos buenos españoles y no austrohúngaros, el timbre dejó de sonar.
¡Ja! El día siguiente, antes de las nueve de la mañana, ya habían llamado dos veces. Una no llegué (otra vez). Otra era el portero pidiéndome que abriera, que la señora Concha no podía y estaban llamando a su casa. También me dijo que colgara bien, que se oía mi casa en la calle. No había nadie, no estaba hablando sola y no tenía la radio puesta. Imposible, sería otra. Llamé al servicio técnico (otra vez), por fin hablé con una persona, le conté mi película berlanguiana. Y... ¡Din don!, ¡el timbre!, ¡otra vez! Ahora era mi puerta, era el portero, abro y nos ponemos al día sobre el estado de la cuestión. Cierro, me miro al espejo y me doy cuenta de que en las últimas horas había hablado más con mis vecinos que en los últimos años y que el portero ya conocía mis secretos de belleza... ni la cara me había lavado.
Esa misma mañana se solucionó. Perdimos la oportunidad de hablar los unos con los otros por el telefonillo, de que el sonido de nuestras casas amenizara la calle y de que alguien nos dijera algo como “mami” en vez de “cartero comercial”. Tengo curiosidad por la señora Concha. No sé nada de ella. Imagino que es mayor y que se seguirá liando con los botones, los números y las campanillas del nuevo portero (automático). Me acordé de la señora Magdalena y del señor Antonio, los vecinos de la casa de mi infancia. Él madrugaba mucho para ir a trabajar. Cuando el reloj de su casa, que se oía en la mía, daba las cinco, se levantaba, y la niña miedosa que yo era, que se pasaba las noches en vela, se dormía tranquila sabiendo que ya había alguien vigilante en el edificio. Vecinos, antes casi familia. Ahora, auténticos desconocidos.
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