Fregar la calle
Hay en La Latina una señora que, una vez por semana, sale a fregar el trozo de acera que hay frente a su portal. La suya es una tarea virtualmente infinita, pues fregar la calle es la versión urbana de poner puertas al campo
Es una mujer pequeñita, pero ella sola te explica un barrio entero. Hay en La Latina una señora que, una vez por semana, sale a fregar el trozo de acera que hay frente a su portal. La suya es una tarea virtualmente infinita, pues fregar la calle es la versión urbana de poner puertas al campo. Una vez empiezas por el primer adoquín es difícil encontrar el último. ¿Dónde paras? ¿Al llegar al paso de cebra? ¿Al desembocar la acera en el primer descampado? ¿En el cartel que te dice que estás abandonando la ciudad? La señora bien podría seguir hasta Benidorm y darse de bruces con el Mediterráneo, con millones de personas tras ella pisándole lo fregado.
El mundo está lleno de fronteras invisibles. Quizá la más importante sea aquella que duerme agazapada en el umbral de la puerta, esa barricada doméstica que separa nuestra casa del mundo exterior. Normalmente, uno deja de fregar al llegar a este lugar, pero ella, una buena mañana, decidió ir un poco más allá. Traspasó un límite al salir por la puerta de su casa fregona en mano y no miró atrás.
No sé mucho sobre esta mujer, a pesar de verla a menudo. Quizá sea una portera voluntariosa, una obsesiva de la limpieza o una desquiciada. O puede que simplemente cruzara un día una frontera y no supiera volver atrás. Que se quedara varada con su fregona en tierra de nadie y no encontrara la forma de parar esta broma. Esta señora, imagino, paga impuestos como los demás. No tendría por qué limpiar nada, porque está pagando para que lo haga la administración. Los servicios de limpieza del Ayuntamiento pasan por su calle (aunque no con la misma frecuencia que en los barrios ricos). Esos días, ella friega sobre fregado. Deja relucientes unos cinco metros cuadrados de acera. También sale cuando hace frío, aunque tiene más trabajo al llegar los meses de verano, cuando los chavales salpican las aceras con los restos fisiológicos del botellón y los lúbricos del amor.
Pienso en esa señora cuando veo a algún peatón escupiendo al suelo o tirando basura a la calle. Creo que hay muchas formas de pensar y de habitar en el espacio público y yo quiero hacerlo como lo hace ella. Como los vecinos que colocan los geranios mirando hacia fuera, para embellecer no tanto su casa como su calle. Los que okuparon con plantas el parque yermo de la plaza de Lavapiés. Aquellos que bajan a comprar en zapatillas, haciendo que la plaza sea un poco parte de su casa. Los que, en lo peor de la pandemia, tiraron guirnaldas de banderines de un balcón a otro, engalanando las calles para una verbena que nunca llegó. Parecían cabos para unir las casas en medio de la tormenta, para que nadie se hundiera. Hoy, cinco años después, algunas de esas guirnaldas sobreviven, pero la mayoría languidecieron quemadas por el sol y la lluvia.
Hace unos meses la señora que friega la calle se cansó de fregar. Cambió la fregona por un par de sillas, pero no cambió su idea sobre el espacio público. Al caer la tarde, si hace sol, se sienta en la calle y monta una tertulia con una vecina, con el barrio como paisaje. Las calles de Madrid están llenas de sillas y mesas, a veces se hace complicado pasear sin tropezar con alguna. Pero estas siempre van acompañadas de cervecitas. De consumo. Por eso se me hace extraño ver a estas dos señoras con sus sillas de mimbre parloteando en medio de la calle, entendiéndola no como un lugar de paso, sino de descanso. Un descanso merecido, me atrevo a decir. Yo llevo cinco años en el barrio y, en este tiempo, he visto a esta señora limpiar, fregotear y sacar brillo a las aceras como si le fuera la vida en ello. No la conozco de nada, pero no puedo sino empatizar con su hartazgo y con su forma de mandarlo todo a la mierda: con un par de sillas, una amiga y una buena conversación.
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