Sobre centros urbanos y centros comerciales
Los primeros ‘malls’ se crearon a imagen y semejanza los núcleos urbanos europeos. Y se han convertido en la caricatura capitalista y distópica de la ciudad ideal.
Hay ideas que sobre el papel parecen estupendas, pero no lo son tanto al trasladarlas a la realidad. Que se lo digan a Oppenheimer. El arquitecto austriaco Victor Gruen, creó el primer centro comercial moderno en 1956 en una zona residencial de Minnesota. Su idea era contrarrestar los males de la vida suburbana estadounidense replicando un centro urbano denso como el de su Viena natal. Había pensado que, además de tiendas, se abrieran colegios, oficinas de correos, centr… Y que con el tiempo las ciudades estadounidenses se parecieran un poco más a las europeas. La cosa le salió regular.
El centro comercial no frenó el modelo de ciudad extensiva, más bien lo apuntaló. Pero no todo fue negativo. Como bien contaba el ensayista Jorge Dioni, “los grandes almacenes supusieron una liberación para las mujeres a las que el modelo suburbano estadounidense había encerrado en casa en los años cincuenta y sesenta, esos ángeles del hogar que enloquecían por la soledad y la reclusión, que se atiborraban a ansiolíticos y que encontraron en el mall un lugar en el que podían socializar sin supervisión masculina”. El capitalismo como una forma de libertad, el consumo como autorrealización.
Con los años, los europeos imitamos este modelo urbano estadounidense, de avenidas anchas y barrios poco densos, donde el coche es necesario hasta para comprar el pan. Lugares donde el pequeño comercio no podía fructificar, pero un enorme hipermercado sería perfecto. Eso es algo que sabemos muy bien en Madrid. Cada nuevo ensanche, PAU, o barrio ideado con escuadra y cartabón, ha estado coronado por un enorme centro comercial en el centro. Desde La Vaguada (única gran obra del arquitecto César Manrique en la capital) hasta La Gavia o Alcalá Norte. La ciudad tiene más de 300 centros comerciales, pero hay uno que representa la idea de Gruen mejor que los demás.
Entrar en Las Rozas Village supone adentrarse en el valle inquietante del urbanismo. Esta hipótesis tecnológica afirma que cuando los robots se parecen demasiado a los humanos provocan un rechazo visceral. Hay en ellos pequeños detalles, glitches subliminales, que revelan su auténtica naturaleza y eso hace que la fantasía cortocircuite. Las Rozas Village imita ya desde su nombre a un pueblecito europeo con encanto, tal y como imaginarían un pueblecito europeo con encanto desde un consejo de administración de Michigan. Tiene bancos para sentarse, animados cafés y un flujo constante de compradores que hacen las veces de vecinos. Por sus calles empedradas pasean señoras finas con perritos algodonosos y bolsas de negocios de lujo. Las tiendas están en los bajos de coquetas casas de colores, con contraventanas de madera y preciosos balcones en la segunda planta. Es todo tan agradable e ideal que parece que en cualquier momento vaya a salir de ellas un panadero francés gritando ¡Bonjour! Pero nadie sale nunca porque tras las oscuras ventanas solo están los almacenes de las tiendas.
Lo inquietante es que este pueblo de cartón piedra es mucho mejor que el pueblo de verdad donde se asienta. Porque Monterrozas no es más que una sucesión de calles inhóspitas y anodinas, limitadas por los muros, verjas y setos de los chalets de la zona. No hay bancos, no hay cafés… por no haber, no hay ni personas. A veces se les intuye tras los cristales tintados de los SUVs, se les oye al otro lado de los setos. Más que una presencia son una sospecha.
Los centros comerciales no son el problema, sino el parche. Hablamos mucho de la necesidad de hacer más casas, pero nos hemos olvidado de la importancia de hacer más barrios. El caso de Monterrozas no es la excepción, sino la regla, en los últimos 30 o 40 años no se crean tanto barrios como montones de casas sueltas. No son los ayuntamientos, sino los promotores los que proyectan estos lugares. Así, los centros comerciales de la periferia suburbana son más barrio que la sucesión de viviendas que se amontonan alrededor. En muchos casos son el único espacio para socializar, la plaza del pueblo, el bar y la iglesia. Teniendo esto en cuenta, no me extraña que a la gente le dé por ligar con un sofisticado lenguaje de piñas en el Mercadona.
Madrid crece a base de operaciones urbanísticas aspiracionales. Lugares donde los espacios públicos (las piscinas, los parques, incluso el transporte) se privatizan. Los nuevos barrios son una copia del estilo de vida suburbano estadounidense, con una vida que transcurre entre colegios concertados, hipermercados, garajes y Securitas Direct. Los domingos, se va al centro comercial como antes se iba a misa, porque el único espacio público que se concibe en estos barrios. Aquí los niños pueden correr tranquilos. No hay mendigos ni suciedad. No hay chavales en los bancos comiendo pipas o haciendo botellón. No hay pobres, porque solo entras en ellos si vas a comprar. Ni siquiera hay gastos que los ciudadanos tengan que sufragar con sus impuestos. Los centros comerciales son la caricatura neoliberal y distópica de una ciudad ideal. El sueño de Victor Gruen convertido en pesadilla.
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