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Vermú y verbena
Columna
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Por qué me apunté a natación

En las piscinas de Madrid hay atascos y horas puntas. Los nadadores vamos de un lado para otro muy rápido, como si llegáramos tarde a alguna reunión de trabajo

Una piscina cubierta deja pasar unos pocos rayos de sol.
Una piscina cubierta deja pasar unos pocos rayos de sol.Albert Garcia
Enrique Alpañés

Cuando vuelvo a casa después de las vacaciones me siento un bañista en tierra. No sé nadar entre personas corrientes, me ahogo en los problemas del día a día. En la ciudad, vivo rebajado en agua, como en una versión homeopática de lo que debería ser la vida. Todo en Madrid va rápido, mientras que, bajo el mar, la vida discurre a un ritmo espacial y narcotizado, como a cámara lenta. No creo que exista mejor meditación que nadar, cuando el mundo flota lento y solo puedes centrarte en tu respiración. Los peces atraviesan el agua como flechas. Las medusas se mecen a la deriva, como jirones de nubes. Los sonidos llegan amortiguados y la gravedad desaparece. Cualquier problema es menos importante bajo el agua. Por eso, este año me apunté a natación.

Fui a la piscina buscando libertad y me encontré con un montón de normas. Un enorme cartel prohíbe salpicar o tirarse de cabeza, indica que los adelantamientos deben realizarse por la izquierda, que uno no puede detenerse a bucear o hacer el muerto. El juego está prohibido y las olas no existen. Las normas de la piscina van más allá del agua. Y de la lógica. El otro día había un señor quejándose de que le obligaran a llevar gorro. La cabeza era quizá la única parte del cuerpo donde no tenía pelo, pero era justo ahí donde le obligaban a ponerse este extraño profiláctico capilar en tonos flúor. Para subrayar la terrible injusticia, en lugar de señalarse la espalda o el pecho, me señaló a mí, diciéndole al socorrista que yo iba por ahí con barba y nadie me decía nada. Vio el pelo en el cuerpo ajeno y no el matojo en el propio.

En lugar de pensar que era un calvo chivato, preferí verle como a un filósofo incomprendido. Se había dado cuenta de que las normas de la piscina no obedecen tanto a la lógica como a la uniformidad. No es una cuestión de higiene, sino de imponer una mansa obediencia bobina. El de la piscina es un mundo en el que impera la justicia hasta lo injusto, con los calvos enfundados en una segunda calvicie de plástico, mientras que otros vamos por ahí con las barbas y el vello al aire. Como resultado, en el fondo de la piscina, se forman pelusas con los restos de piel, pelos y mugre de los nadadores. Siempre había pensado en las pelusas como alimañas terrestres que viven bajo mi cama. Monstruitos personales e íntimos que se alimentan de los restos orgánicos de un solo individuo al que se acaban pareciendo, al menos genéticamente. Pero aquí hay enormes pelusas acuáticas y colectivas. Parecen reptar por el fondo de la piscina como babosas. Intentan escapar.

La piscina es un mar domesticado por reducción, como esos lobos que, a fuerza de eugenesia, acabaron siendo caniches. Su agua es mansa, estanca y química. Está encajonada en un recipiente de 25 por 50 metros y compartimentada en carriles de doble sentido, como carreteras comarcales. Hay carriles lentos, medios y rápidos. También hay atascos y horas puntas, algo bastante frustrante, pues esto es Madrid y todo el mundo tiene prisa. Los ociosos bañistas nos convertimos aquí en eficientes nadadores. Vamos de un lado para otro muy rápido, como si llegáramos tarde a alguna reunión de trabajo. A veces, hay algún nadador estresado realizando un adelantamiento brusco, que le falta pitar e insultarte al hacerlo.

Un cronómetro gigante preside la pared del polideportivo. No hay aguja para los minutos ni para las horas, solo un aspa con cuatro segunderos de colores, así que da la sensación de que estemos todos atrapados en un minuto eterno. Y hay algo de relajante en esta suspensión temporal, que se ve subrayada por la ausencia de móviles ni comunicación con el mundo exterior. Tras los cristales del polideportivo, en la ciudad, el tiempo va acelerado, pero en la piscina parece flotar. Para salir de este bucle temporal, me he comprado un reloj inteligente que me cuenta los largos recorridos, las calorías quemadas y el tiempo que llevo dando vueltas. Da igual cuándo lo mire, siempre me dice que llego tarde. Soy un hámster dando vueltas en una rueda. Un segundero en un cronómetro deportivo. Un sim al que algún jugador omnipotente y cruel quitó la escalera de la piscina, condenado a nadar hasta morir.

En el polideportivo todos somos iguales, nuestra identidad se diluye en el agua y se mezcla en las pelusas acuáticas. En el mundo real, el peinado, la mirada y la ropa conforman una apariencia, son una forma de presentarnos ante la sociedad. Pero, al llegar al agua, nos uniformamos con gafas reflectantes y gorros fosforitos. Los bañadores son ajustados y oscuros: negros, grises o azules, quizá con alguna raya de color. Da la sensación de que los diseñadores de bañadores sean los mismos que los de los coches y hayan decidido reducir la enorme paleta cromática a cuatro tonos estandarizados que se repiten una y otra vez.

Al salir del agua nos duchamos, nos secamos y nos vestimos como borregos. Hay algo extraño en realizar algo tan íntimo de una forma tan pública. No hablo de desnudarse, sino de vestirse rodeado de desconocidos. Dejar de ser nadador y recuperar poco a poco tu personalidad. Te quitas gafas para descubrir la mirada. Te quitas el gorro y de repente tienes el pelo largo, corto o canoso. O eres un calvo chivato. Te quitas el bañador negro y enfundas tu cuerpo desnudo, un lienzo en blanco, en un traje de oficinista o un chándal de rapero. En un polito con la bandera de España o en unos pantalones de yute y algodón orgánico. Te pones gafas de sol o pulseras de cuero. Abandonas el anonimato del medio acuático para volver a disfrazarte de persona. Del personaje que has elegido interpretar en esta vida.

Y me da por pensar si somos más nosotros con todos estos artificios. Si el agua nos iguala porque en ella no estamos en nuestro medio, uniformados e intercambiables como astronautas. O si llevamos hasta ella parte de lo que somos en tierra. Decía la escritora Alejandra Kamiya que el pescado está siempre mojado, como si no acabara de salir nunca del mar. Como una forma de recodar que antes de pescado fue pez. Y puede que a nosotros nos pase lo mismo, que estemos secos aún rodeados de agua, que llevemos a la piscina nuestros problemas de animales terrestres. El pescado huele a mar. ¿Oleremos nosotros a tierra?

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Sobre la firma

Enrique Alpañés
Licenciado en Derecho, máster en Periodismo. Ha pasado por las redacciones de la Cadena SER, Onda Cero, Vanity Fair y Yorokobu. En EL PAÍS escribe en la sección de Salud y Bienestar
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