Todo puede ocurrir en un museo, o en el supermercado
Autores de la talla de J. M. Coetzee, Chloe Aridjis, Olga Tokarczuk y John Banville escriben sobre el Prado y sobre Madrid gracias a un proyecto de la pinacoteca
“Veo Venecia en todas partes”, reza uno de los mantras de mi verano.
Hace unas semanas, sentada en un muro de una de las orillas de la isla principal balanceaba las piernas mientras observaba la isla de enfrente, San Michele, el cementerio de la ciudad. Una isla-cementerio, una isla rodeada de un muro sobre el que sobresalen las copas de los cipreses. Nada, nunca, había traído a mi cabeza esa idea de que un cementerio ocupara toda una isla. Tampoco sé hasta qué punto era consciente de lo presente que está Venecia en nuestras vidas: envases de espaguetis en las baldas del súper con el dibujo de un gondolero; un baño en el que las palomas de la plaza de San Marcos, inmortalizadas en una foto de color sepia, te miran mientras mantienes el equilibrio para hacer tus necesidades sin tocar nada y sin soltar el bolso; ahí está el salvapantallas de la tele con el Gran Canal; un restaurante italiano llamado como la ciudad en el que sirven pizzas, por supuesto, pero también gofio escaldado y papas arrugás; un relato de la escritora Chloe Aridjis, El nivel del aire, en el que describe como un señor transporta un cuadro entre sus piernas en una góndola. A quienes por placer, por profesión, por formación, por interés o por todos esos motivos juntos (y alguno más) sabemos algo de conservación de obras de arte nos entra pavor si nos paramos a pensarlo. Se lo perdonamos a la autora porque cuando describe esa situación ya estamos tan metidos en la historia que hasta nos puede parecer evocadora. Pero no, en la vida real, no banalicemos la protección del patrimonio.
Pero sí, demos rienda suelta a la creación, a la imaginación. Eso es lo que pretende el Museo del Prado con su proyecto Escribir el Prado, ser fuente de inspiración para autores de la talla de Aridjis, los Nobeles de Literatura J. M. Coetzee y Olga Tokarczuk, que ya han disfrutado de esta residencia, o de John Banville, que llega en unos días a Madrid para comenzarla. La obra de la escritora polaca se publicará el próximo año. La de Coetzee, El vigilante de sala, también tiene un momento en el que el agua y los cuadros conviven demasiado cerca, otra licencia. El protagonista ―es decir, el vigilante de sala― ofrece una botella de agua a una visitante del Prado mientras esta observa Perro semihundido, de Goya. Necesario para que comience la acción escrita por el creador de Elizabeth Costello, a quien lleva al Prado. Impensable para quienes conocemos las normas del museo. Y a pesar de eso, a veces, nos las saltamos.
Durante mi última visita recibí un mensaje de alguien importante que me avisaba de que habían llevado a su madre a Urgencias, estaba preocupado y me quedé preocupada. Pasé por delante de Vista del jardín de la Villa Medici en Roma, de Velázquez, y recordé que él una vez me contó que le había llamado la atención esa obra. Cual delincuente de pacotilla y para paliar algo la angustia, preparé mi plan para mandarle una foto (está prohibido hacerlas en las salas). “¡Señora, fotos no!”, exclamó la vigilante (esta, de carne y hueso). ¿A qué edad se acostumbra una a que la llamen señora? Pundonor herido, por señora, por pava y, sobre todo, por no haber conseguido mi objetivo: animar a quien lo necesitaba en ese momento, con una imagen que para nada daña el lienzo que pretendía capturar.
¿Puede el arte calmar el dolor? Sí, sin duda. Lo muestra el Coetzee en esa historia tan reconocible para quien frecuenta los espacios de Madrid y el Prado en los que se desarrolla. De ahí, que el lector se sienta un nadador que sumerge la cabeza y la saca mecánicamente, sin que el movimiento sea consciente, está entre lo real y lo irreal, y a veces traga agua por un movimiento inesperado de esta. Se zambulle en el océano de Goya y en 31 páginas recorre el amor, el desamor, el matrimonio, el suicidio, la muerte, la enfermedad, la sanación, la precariedad, lo anodino, las casualidades, la razón, los monstruos... Todo puede ocurrir en un museo, o en el supermercado.
El omnipresente Goya también aparece en El nivel del aire, y es más que probable que Tokarczuk también lo aborde. Pero Aridjis se centra en un santo, san J., san Jerónimo, no en ese todopoderoso de las artes que era el maestro aragonés. El ejercicio de la escritora es el planteamiento de una exposición de la que de forma literaria ha puesto la semilla, ahora falta que alguien la riegue, quién sabe si se hará realidad. La línea entre lo literario y los hechos es tan fina que tuve que ir a comprobar en la web del museo si la muestra que la protagonista comisaria había sido real y se me había pasado. Sabía que la idea de meter un león en el museo no era posible, o, quizá, sí... la antorcha olímpica recorrió los museos de París. Intuyo que la protagonista hiciera la compra en El Corte Inglés sí ocurrió. Todo puede ocurrir en un supermercado, o en un museo.
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