Instrucciones para ver un atardecer
El turismo ha convertido un fenómeno natural que sucede todos los días en el gran evento que todo el mundo quiere fotografiar
En esto del periodismo no todo es épica y watergates. Yo una vez tuve un trabajo de la leche que consistía en buscar calas secretas, comer en restaurantes de lujo, salir de fiesta por los mejores clubs de Ibiza y entrevistar a gente interesantísima, desde Paris Hilton hasta un farero poeta. Después lo contaba en la revista de Pacha (allí las discotecas ganan tanto dinero que tienen hasta revistas). Era el David Guetta del periodismo. Uno nunca ha sido muy fan del trabajo, pero en estos contextos entiende la vocación. Yo, en Ibiza, no era de esos pusilánimes a los que a las cinco de la tarde se les cae el mojito. No iba a conformarme con ser un funcionario del hedonismo, quería ser un auténtico entrepreneur. Un motivado. Yo, con aquel trabajo, estaba comprometido hasta la cirrosis.
El caso es que, en un acto heroico de reporterismo de calle, escribí una guía sobre los mejores atardeceres de la isla. Esto de que se ponga el sol es algo democrático hasta la ordinariez. Pasa todos los días en todos los lugares del mundo. Aquí en Madrid, después de miles de años de observación, lo damos un poco por descontado, la verdad. Nadie le hace ya ni caso. Pero en Ibiza los turistas se vuelven locos. Hacen fotos, bailan y aplauden, como si en lugar de tener 60 millones de años, Ibiza tuviera tres, aún se atardeciera encima y esto de conseguir que el sol se vaya de forma más o menos ordenada fuera una proeza.
El atardecer no estaba mal, pero lo realmente impresionante fue ver a los guiris posar con el sol de fondo fingiendo besos, poses de yoga o intensidad reflexiva. Miraban el sol a través del móvil, como si fuera un eclipse y no pudieran verlo directamente a riesgo de destrozarse las córneas. El atardecer no tanto como un fenómeno de la naturaleza sino cómo un evento, un monumento, un check en la lista.
En sitios masificados como el Café del Mar o la playa de Benirrás, la gente celebra hasta la histeria, dando palmas como si hubiera aterrizado un Ryanair o tocando los tambores en un trance lisérgico. Tanto que a veces le daban ganas a uno de levantarse y pedir un poco de calma (o una copa de lo mismo que esté tomando ese señor). Después, con el sol escondido, las fotos hechas y las palmas dadas, los guiris se recogían y formaban grandes atascos a la salida de la playa. De la experiencia mística a la rutina solo había un par de minutos.
Lo que pocos turistas saben, no tienen la paciencia para comprobarlo, es que el mayor espectáculo del ocaso se despliega justo después de que el sol se haya escondido. Se llama candilazo (¿no es una palabra preciosa?) y es el fenómeno meteorológico por el cual las nubes se tiñen de atardecer. Los candilazos más bonitos son los que se dan después de la lluvia, cuando el cielo parece recién lavado y las nubes, aborregadas y esponjosas, están aún preñadas de tormenta. Entonces son tan densas que el sol no las traspasa y parecen iluminarse desde dentro, con una paleta de colores que va del rosa al naranja vivo. Es como si alguien estuviera incendiando el cielo.
Esto es algo que yo aprendí a ver en Ibiza y que he seguido buscando en Madrid. Aquí el sol se suele esconder entre los edificios o quizá su marcha nos pilla dentro de alguno de ellos, así que no hay fotos ni aplausos. Atardece sin chim pun ni ceremonia, entre el ajetreo de la vida —a menos que estés en una de las numerosas azoteas de la Gran Vía, que son un poco el sucedáneo de Ibiza en la ciudad—. Pero cuando hay un candilazo o arrebol (otra palabra preciosa) los madrileños miramos arriba y nos damos cuenta de que nos ha tocado en suerte el trozo de cielo más bonito de este mundo.
Creo que hay algo de poético en que el atardecer guarde su magia para los pacientes, que solo revele sus secretos a aquellos que saben mirar más allá de la foto para Instagram. Me encantaba admirarlo en Ibiza cuando los turistas se habían ido a su atasco, dejando la playa desierta. Me emociona seguir haciéndolo en Madrid, cuando el arrebol enciende el cielo, ante la indiferencia de los madrileños, que igual damos por descontadas demasiadas cosas bonitas.
También me parece bella la idea de que el atardecer sobreviva al propio sol, que su luz siga bañando las nubes en los primeros compases de la noche. Como cuando muere un ser querido y, de alguna forma, su luz se queda entre nosotros, como el reflejo de alguien que fue. Me gusta pensar que, de alguna manera, somos el arrebol de la gente que hemos querido. Que su luz nos iluminará tras la tormenta, cuando llegue la noche.
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