Crimen en Tirso de Molina, la plaza de las mil caras
El céntrico enclave de Madrid es un lugar donde conviven pisos de lujo, turistas, ’descuideros’, drogas y, ahora, un altar en recuerdo de una comerciante asesinada
Se pueden recorrer muchos mundos con solo levantar la vista y girarla 360 grados en la plaza de Tirso de Molina, en Madrid. Es la plaza que Joaquín Sabina escogió para vivir, la que combina unos pisos de lujo en un palacete valorados en un millón de euros con indigentes durmiendo en colchones bajo los árboles. Aquí se grabaron recientemente los castings de un conocido programa de televisión y aquí también se encuentra la sede del sindicato CNT y su radio libertaria. En una de sus bocacalles se hallaba el último cine X de España. Una placa recuerda que aquí se encuentra la casa natal de Gloria Fuertes, entre sus quioscos se podía ver a menudo al concejal Pedro Zerolo comprando flores y una antigua mercería alberga en sus entrañas una discoteca. Ahora, también es el lugar en el que Conchi, una comerciante de las de toda la vida, fue asesinada detrás de su mostrador. Ocurrió este lunes a plena luz del día. Por el crimen ya han sido detenidos dos delincuentes habituales. Algunos sostienen que este suceso es el resultado de la degradación de la zona. Otros piden no demonizar este punto en el que se cruzan los caminos y convergen realidades tan distintas.
Tirso de Molina ―la frontera norte de Lavapiés y el último paso antes de llegar a la Puerta del Sol y la Plaza Mayor― es una miscelánea de turistas, indigentes, drogas, pisos de lujo, comerciantes de siempre, vecinos e inmigrantes que parecen los ingredientes perfectos de una olla a presión. Los comercios tradicionales son en su mayoría tiendas de venta de ropa al por mayor. Hace décadas, la zona estaba plagada de ellos. Hoy tan solo quedan un puñado. Muchos han sido sustituidos por supermercados y franquicias. Haciendo esquina con la calle Colegiata se encuentra Adet, uno de los pocos negocios que resiste. Una de sus trabajadoras ―que prefiere que no se escriba su nombre― lleva levantando la persiana de esta tienda desde hace 30 años. Su historia es casi paralela a la de Conchi, a la que recuerda sobre todo como clienta. “Lo último que se llevó fueron unas camisetas blancas de licra”, puntualiza. “Nos molesta que ahora se genere la impresión de que este es un lugar impracticable, lo que ha pasado es horrible, pero hace 30 años cuando no había tanto movimiento y tanto turismo era peor, salías de trabajar y ahí sí que te asustaba más. Esto no es el Bronx, a mí no me ha pasado nada aquí en todo este tiempo”, apunta.
Las porteras de los edificios de la plaza se convierten en centinelas de lo que se cuece más allá del portal. Una de ellas, que tampoco quiere dar su nombre, enseña en su móvil las fotos que ha tomado de varios “descuideros”, una suerte de ladrones que aprovechan el mínimo despiste de viandantes y turistas para sisarles el teléfono o la cartera. Ella guarda como oro en paño las imágenes en su tarjeta sim para luego alertar a los vecinos. No es difícil encontrar casos concretos. Hace solo dos semanas G. A. observó desde un autobús cómo un ladrón le quitaba a un anciano el móvil del bolsillo. Le pidió al conductor bajar y convenció al caco de que le devolviera el aparato al señor, que ni siquiera se había dado cuenta. El 16 de marzo del año pasado, Carmen P. iba escuchando la radio camino del trabajo a primera hora de la mañana con unos auriculares inalámbricos cuando perdió la conexión. También le acababan de sustraer el móvil. Algo parecido le pasó a Javi G. hace seis meses, solo que en su caso se aprovecharon de que acababa de salir de fiesta de la discoteca Medias Puri, de madrugada.
A las conserjes, estos ejemplos no les sorprenden. De muchos de los “descuideros” saben hasta el nombre. Ellas, como por ejemplo Maribel, son de las que piensan que la situación sí está empeorando. Especialmente después de que le atracara un hombre en su garita. “Entró y me empujó contra la pared, yo conseguí meterle en un cuarto hasta que llegó la policía”, relata.
Desde la ventana del rellano de uno de estos bloques de viviendas se observa la panorámica de la plaza a media mañana. Dos personas duermen bajo uno de los árboles centrales mientras una pareja de policías municipales identifica a dos chicos sentados en un banco, la basura se acumula en las esquinas y las cervezas y los platos de comida van y vienen entre los bares y las terrazas. Los empleados de los quioscos de flores se afanan por mantener su producto a salvo de las altas temperaturas, y los turistas que van y vienen miran despistados una guía de viaje camino de las entrañas de Lavapiés.
Los hay que tienen motivos para irse de este enclave, que por el contrario sigue atrayendo a otros. Emilio O., arquitecto que hace de guía turístico por el barrio, vivió durante 14 años en el bloque en cuyo bajo se encontraba el negocio de Conchi, la mujer asesinada. De hecho, después de mudarse, la comerciante seguía recogiéndole las cartas de su buzón. A él le expulsó su casero, un fondo inmobiliario que comenzó a anunciar el cese de los contratos a sus inquilinos en 2020. “No sabemos cuál era su intención, suponemos que hacer pisos turísticos, pero nunca nos lo dijeron”, apunta. En realidad, para él, el traslado forzoso fue una especie de bendición. En sus últimos años como vecino llegó a denunciar a algunos de los que él define como “habituales” por haberle proferido gritos homófobos e incluso la comunidad de vecinos planteó una demanda conjunta que no prosperó. Asegura que una vecina sufrió un ataque de ansiedad por los enfrentamientos con varios maleantes a los que se conocía por sus motes: “A uno lo llamábamos el Kiss FM porque llevaba siempre la radio a todo volumen. Volvías a tu casa de trabajar y era imposible sentarte a ver la tele”.
Emilio cuenta cómo en una de sus rutas, su grupo se cruzó con varios jóvenes que corrían armados con machetes detrás de otros. “La Policía no puede hacer más de lo que hace, alguien tiene que proponer medidas sociales. Si echan de allí a los que generan problemas y ruido, se irán a otro sitio. Esa no es la solución”, señala.
El actor Tamar Novas ha hecho el recorrido contrario. Se ha mudado recientemente a la zona proveniente de Malasaña. “Lo que yo he encontrado aquí es un movimiento vecinal fuerte con el que creo que falta comunicación por parte de las instituciones. Es necesario un proyecto político, una idea de qué rumbo se quiere dar a esta zona. Este sitio tiene una vida y una potencia que no he encontrado en otros y hay que reconducirlo para que no se eche a perder”, defiende.
Si existe un deterioro, no ha llegado al sector inmobiliario. Según datos del portal Fotocasa, el precio medio de la vivienda en Tirso de Molina y las calles adyacentes es de 4.500 euros el metro cuadrado, 500 euros por encima del precio medio en la ciudad en conjunto. Patricia Segura es agente inmobiliaria en la plaza. “Abrimos aquí hace algo más de un año porque es una situación privilegiada. Hay muchas operaciones de compraventa. La gente que se interesa por un piso aquí es porque conoce la zona y le gusta. No nos hacen muchas preguntas sobre inseguridad ni nada por el estilo. A veces sí preguntan los padres de los chicos que vienen aquí a empezar la universidad y buscan un piso por la zona. Nosotros siempre decimos que se informen de forma independiente, paseen por la zona y decidan”, asegura.
María, de 45 años, música de profesión, es una de esas compradoras que adquirió la casa en la que vive con su marido desde 2017. Ya conocía Tirso, porque de hecho su hermana vive en su mismo bloque, un edificio histórico que se tiró abajo hace 23 años para construir 66 viviendas de diferentes tamaños. Patrimonio obligó a conservar la fachada, por la que hace un siglo salían los carruajes de caballos, y la escalera interior. “A mí me gusta mucho, lo conocía perfectamente y el edificio me encantó. Es cierto que hay problemas de drogas en la plaza y que duermen ahí, pero yo nunca he tenido ningún susto”, asegura. Su piso de dos habitaciones le costó 320.000 euros. La mayoría de las viviendas del bloque, afirma, se usan para alquiler turístico.
En la plaza hay casas a la venta hasta por 1,6 millones de euros. Unos precios que no parecen apuntar a una zona en declive, al menos en la cabeza de los vendedores. En 2020, salieron a la venta 17 apartamentos de lujo en un palacete reformado por precios que ascendían al millón de euros. El proyecto incluyó gimnasio con sauna y piscina. Después de meses de comercialización e incluso iniciativas como montar en ellos exposiciones de arte para atraer visitas, el plan viró, y se han acabado dedicando al alquiler turístico de larga y media estancia. “Aquí hay clientes de todo tipo, pero ninguno nos pregunta nunca por temas de inseguridad”, asegura el recepcionista del número 8.
Es complicado disponer de datos que inclinen la balanza hacia una visión más positiva o negativa. La Policía Nacional y la Municipal no aportan estadísticas sobre agresiones―ni absolutos ni comparativos con otros puntos― y tampoco existen datos de intervenciones del Samur. Según la información facilitada por la Delegación de Gobierno en noviembre de 2022, la Policía Nacional destina a Lavapiés a cuatro de cada 10 agentes de la comisaría de Centro. En esas fechas se comunicó que en el barrio de producían 23 detenciones al día, 14 actas de droga diarias y unos 400 identificados. Sobre esta base, ambas instituciones anunciaron la creación de una mesa de “diálogo permanente” con las entidades del barrio. Desde entonces, ha cambiado el delegado de Gobierno, ha habido unas elecciones que han dado al PP la mayoría suficiente para gobernar en solitario en el Ayuntamiento, y una sola reunión con las asociaciones. Ninguna este año.
Sin embargo, sí existen datos de las actuaciones del Samur Social en Tirso de Molina y alrededores: 100 en lo que va de año. Es decir, una cada dos días. “También se ha aplicado el protocolo de personas sin hogar en 15 ocasiones”, especifica una portavoz del Consistorio. Para completar el dibujo de la zona, se puede hacer una recopilación de las últimas atenciones que el servicio de emergencias sanitarias ha considerado más relevantes en los últimos meses. El 7 de mayo, un varón de 54 años sufrió una agresión que le causó un traumatismo craneoencefálico grave; el 11 de mayo, un joven le cortó el cuello con un cúter a otro. Si se revisan las intervenciones del año pasado, el 23 de mayo, el Samur notificó que había atendido a dos varones heridos por arma blanca en una reyerta; el 30 de octubre, un hombre fue acuchillado en el abdomen. Echando la vista más atrás, en 2019 también se publicó la atención a un hombre de 39 años con una “herida penetrante”.
“Claro que pasan cosas y la situación es compleja, pero también tengo la impresión de que todo lo que sucede en Lavapiés se magnifica, cuando se dan circunstancias semejantes a las de otros barrios”, asegura Manuel Osuna, histórico líder vecinal del barrio. “Esto no es un tema policial. Pasa un coche cada dos minutos. Y está todo tan lleno de cámaras que parece Gran Hermano. El abordaje tiene que ser social, con más educadores, mediadores… Madrid Salud (entidad dependiente del Ayuntamiento) hace lo que puede, pero es verdad que muchos de los drogodependientes de la plaza no aceptan atención…”, resume Osuna. El alcalde, José Luis Martínez-Almeida, prometió en su campaña electoral acometer una reforma de la plaza, aunque sin especificar cómo. Solo aseguró que su intención era “regenerar espacios para mejorar la calidad de vida de los vecinos”.
La degradación no es solo una cuestión de percepciones, sino que puede olerse. Uno de los datos existentes sobre la plaza es que suele estar en los primeros puestos de quejas ciudadanas por la suciedad. De hecho, el año pasado la plaza y una de sus bocacalles, la de la Magdalena, ocupaban los dos primeros puestos de reclamaciones. Los vecinos llegaron a publicar vídeos en redes en los que se veía a ratas entre las jardineras. La solución fue eliminar parte de la vegetación para que los roedores no se ocultaran.
En la madrugada del miércoles, los últimos clientes apuran sus bebidas en las 44 mesas repartidas por las terrazas de los tres bares. Un grupo de seis turistas israelíes buscan el piso que han alquilado, pero no lo encuentran. Una hilera de 36 velas alumbra en la puerta del negocio de Conchi 65 ramos de flores. A sus pies, junto al parque infantil frente a la tienda, se sientan como cada noche Buba, de 34 años y Malleraux, de 44, acompañados de otros compatriotas cameruneses. Ellos se encargan de que el fuego de Conchi nunca se apague. “Para nosotros era como una madre, nos trataba muy bien. Si llovía o hacía frío nos dejaba meternos en el portal de su tienda”, cuenta Malleraux. “Sabía que aquí fuera éramos sus ojos, que la protegíamos. Si hubiéramos estado cuando entró el asesino, nunca habría pasado. Esa es la rabia que nos da”, añade. En ese momento dos chicas jóvenes con latas de Mahou en la mano pasan por delante del altar improvisado. Se detienen, sacan sus teléfonos y se fotografían sonriendo a la cámara.
—¡Eso no se hace! Un respeto, por favor. Ahí acaban de matar a una señora — les espeta Buba antes de levantarse para encender de nuevo las velas y que estas iluminen en la oscuridad su collar plateado donde cuelga un abalorio con la forma de África.
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