Papá Noel fue Boina Verde y contesta a las cartas de los niños desde Parla
David Prados trabaja como Santa Claus en Navidad desde hace 13 años y responde personalmente a los pequeños que le escriben sin revelar nunca su identidad
David Prados viste siempre con botas altas por miedo a que se le tuerzan los tobillos. Eso, el calzado rígido, es lo único que prevalece en él de sus años jóvenes como Boina Verde en el Grupo de Operaciones Especiales del Ejército de Tierra español. Ahora, más de dos décadas después, su figura corpulenta, de 1,80 metros de altura y 107 kilos de peso, pasa inadvertida como un viajero más por el andén de la estación de Renfe de Parla (Madrid), mientras espera el tren para ir a Torrejón de Ardoz, donde este año trabaja como Papá Noel en un parque temático. Sin embargo, un niño diminuto que agarra la mano de su madre se detiene junto a él al borde de las vías y analiza con detenimiento los botines negros y desgastados talla 47 que David utiliza a diario. El pequeño levanta la mirada del suelo, le observa con el miedo de quién contempla un gigante, pero con la perspicacia de estar ante alguien que conoce.
—Parece Santa Claus—, susurra con cautela a su madre.
Prados, con los cascos puestos, contonea su cabeza al ritmo de Z Z Top y otros clásicos del heavy de los años ochenta. No se entera de nada. Esta noche, la misma en la que Lionel Messi ha decidido dormir con el Kun Agüero soñando con ser campeones del mundo, el hombre, de 49 años, apenas ha pegado ojo cuatro horas y media, según le marca su reloj inteligente de muñeca que monitoriza las horas que descansa. “De madrugada se me va la pluma”, explica. A David no le quita el sueño el oro de una copa que le convierta en ídolo de masas, sino las cartulinas doradas que ha comprado de oferta por Amazon para responder a las cartas de los niños que cada día se sientan sobre sus rodillas para confesarle sus deseos. David, que durante el año encadena trabajos temporales “en lo que salga”, vive en diciembre su temporada alta como Papá Noel, ya sea en la Casa de la Navidad de las Navidades Mágicas de Torrejón de Ardoz, o con un servicio a domicilio por el que cobra unos 50 euros. Si todo sale bien logrará obtener un pequeño colchón de unos 3.000 euros “para ir tirando”.
A 40 kilómetros de Torrejón, lejos del traje rojo y el asiento reluciente que lo disfrazan de icono navideño, David lee las cartas del día bajo un flexo de luz azulada, tumbado en el sofá de su casa de Parla, donde vive con su madre, algo debilitada de salud. Despacio y con buena letra contesta a todos aquellos que dejaron su dirección en el sobre hasta que se le cierran los ojos. “Tengo unas 50 o 60 pendientes”, se lamenta señalando la bolsa de plástico donde las almacena. Solo el café con leche, cuyo calor le humedece la barba teñida de blanco, además de sus dos gatos, Chapi y Fujur, le dan algo de energía para encarar otra intensa jornada de trabajo. No quiere desayunar, nunca lo hace. “No tengo baño en la caseta, me da reparo ir a los servicios públicos con el disfraz. Prefiero no llevar nada en el estómago por si entra el apretón”, explica.
Parleño de nacimiento, Prados camina hacia la estación de Renfe al tiempo que se cruza con los últimos borrachos que salen y discuten a la puerta de los afters de la calle de Santo Tomás de Aquino. ”Trabajo no hay, pero fiesta en este pueblo…”, comenta con ironía. Es una gélida mañana de domingo, pero Prados, que “conoció el frío” en la guerra de Bosnia durante el invierno de 1994, cuando tenía 22 años y se encontraba de misión humanitaria con los cascos azules en la base logística de Splitz, tiene calor en el cuerpo. Una chaquetilla de cuadros estilo leñador, además de una camiseta de manga corta y un gorro rojo que oculta su pelo amarillento le bastan para encarar el trayecto.
“A los 25 abandoné el Ejército tras el fallecimiento de una compañera. Desde entonces me he buscado la vida como he podido, alternando rachas mejores y peores. Llevo ya 13 años como Papá Noel. He aprendido a disfrutar la Navidad a través de los niños, porque yo nunca la viví”, confiesa, mientras con un ventilador portátil se quita el calor dentro del vagón de tren. En el viaje, de más de una hora, David aprovecha para consultar ofertas de empleo en la aplicación Job Today, si es posible que no sean “abusivas y mal pagadas”. “Después de esto volveré al paro, pero tengo esperanza”, reconoce el hombre, formado como técnico de mantenimiento en obras.
En el parque temático, David se olvida de sí mismo. Una vez dentro, cubre su barba con una braga oscura para que los niños no lo “puedan reconocer”. De todos los trabajadores, él es el único al que los miembros de seguridad dejan pasar sin mostrar la acreditación. Puede que no sepan su nombre, pero todos saben quién es. Al entrar en la Casa de la Navidad —una simulación del hogar de Santa Claus en Laponia— Prados se percata de que no hay luz en el interior de la instalación. Camina a tientas por los pasillos, con una linterna multiusos que sujeta con la boca. Así, llega al fin al trono, junto a un árbol de Navidad gigante y algunos regalos de mentira. De la mochila saca un espejo y un kit de maquillaje que le ayudará a blanquearse la barba. “A los que pagan les gusta que se vea blanca como la nieve, y que sea de verdad. Ya no vale cualquiera para este oficio”, comenta. Después de varios minutos de oscuridad, por fin llega la luz, algo que parece activar su memoria. Aún le hace gracia recordar su fugaz encuentro con Cristina Cifuentes, cuando todavía era presidenta de la Comunidad de Madrid. “Le pregunté si se había portado bien”, rememora. “Me dijo que había sido demasiado buena. Unos meses después, dimitió”, comenta entre risas, al tiempo que calienta sus botas con un secador y les coloca unos cascabeles.
Las elfos y demás figurantes llegan al habitáculo cuando David ya está preparado. Aprovecha el tiempo muerto para echar una cabezada, pero los ruidos de la feria lo despiertan de la siesta. Con la travesura y curiosidad de un niño, pone la oreja en la puerta de entrada. “Ya están aquí”, anuncia en voz baja a sus compañeros. El espectáculo va a comenzar. Prados cierra los ojos. Mueve los hombros, el cuello, los brazos, como si fuera un boxeador antes de salir al cuadrilátero. Todavía, sin embargo, falta el último detalle, el último as bajo la manga que Prados guarda para que los niños crean que están ante el verdadero San Nicolás. Lame con la lengua su dedo índice cubierto por un guante blanco y enciende su tablet personal, donde aparece un contador con la cuenta atrás para Navidad. Quedan exactamente cinco días, 12 horas , 16 minutos y 36 segundos en el momento en que la elfa Patricia Cervantes, de 17 años, le pide con prisas: “Papá Noel, los tres primeros grupos que sean rápidos, por favor”. “Sin problema. Foto y a correr”, contesta él.
A partir de ahí, el vaivén de familias es constante. El proceso es sencillo y sobrio, aunque David intenta personalizarlo al máximo con cada niño. Pregunta su nombre, lo sienta en sus rodillas, les habla al oído en voz baja para no intimidarles y sobre todo mantiene contacto visual con los padres y así irse orientando a la hora de hacer preguntas. Revisa la carta por si vienen con dirección para luego buscarlas en el buzón. Es un procedimiento muy mecánico, pero nunca se puede bajar la guardia.
—¿Qué quieres este año?—, le pregunta a un niño de siete años y pelo castaño.
—Regalos no, solo que mi hermano sea feliz en la estrella donde está. A mi papá sí llévale algo, a mi madre no podrá ser, que está muerta— contesta el pequeño.
El silencio se hace en la sala. Prados, sin embargo, resuelve la situación con maestría. Le da un abrazo de varios segundos y tras susurrarle algo el niño vuelve con su padre, casi al borde de las lágrimas. “Es muy emocionante. Me gusta el misterio de que no sepan quién está detrás. Prefiero este anonimato, que no vean la persona que les hace feliz”, confiesa David durante una pausa. “Nunca tuve regalos, en mi casa jamás se celebró nada. Ahora, después de dar mil vueltas en la vida, soy niño otra vez durante un mes al año. Es mi regalo. Este es mi momento, por eso contesto a las cartas, porque para mí es sanador. Yo habría flipado si de pequeño me contesta el mismísimo Papá Noel”, prosigue. “Vivimos en la era del yoísmo, es algo que también se ve aquí, con los chavales, que cada vez son más exigentes y materialistas. Es una época muy confusa. Casi todos estamos viéndolas venir, llenos de incertidumbre. Me doy el capricho de hacer esto simplemente porque me hace bien, aunque nadie lo entienda”, finaliza.
A las dos y media de la tarde, tras atender a más de 40 familias, David por fin puede estirar las piernas y se levanta rascándose la barriga. “Es hora de comer”, comenta una compañera. En una tartera eléctrica lleva medio kilo de macarrones con chorizo y tomate, pero antes, mientras el resto del mundo almuerza y descansa, David se sienta en el suelo, abre el buzón y esparce las cartas para localizar aquellas que debe contestar. “Pensarán que estoy loco”, dice en alto. Realiza varios montones según el tamaño hasta que da con una que le llama poderosamente la atención. “Vidanía SL. San Fernando de Henares. Empresa de electricidad” se lee en el sobre. “Esto me viene de lujo, además de la carta para el niño, le meto mi currículum al padre”, bromea. Y así, empieza a escribir en un papel en sucio, para que esta noche, cuando llegue a casa a las once y media de la noche, lo pueda pasar a limpio sin erratas:
“Hola, me alegra saber que te estás portando bien. Contestando a tu pregunta, sí, conozco a los Reyes Magos. He hablado con ellos sobre tus estudios y tus regalos. Voy a procurar llevarte la grúa Pokémon. Si tengo hueco en el trineo echaré también las pistas”.
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