Los colores alegran la cárcel de Navalcarnero
Cuatro reclusos comentan la exposición del pintor Ikella Alonso, la primera que se hace en España de un artista ajeno al entorno penitenciario
Los pájaros se posan en las concertinas, esquivando estratégicamente los pinchos, que flanquean los muros de la cárcel de Navalcarnero en Madrid. Nada más entrar al centro en el que conviven 810 internos, hay un pasillo largo y barrotes blancos que llegan hasta el techo, una especie de cúpula por la que entra la luz a través de unas láminas de plástico, culpables de que el calor apriete como en un invernadero y de que el frío se cuele sin clemencia en los meses de invierno. En ese mismo pasillo, al que llaman la M-30, cuelgan por primera vez 14 cuadros de gran formato. Son del artista Ikella Alonso y sus colores sirven para alegrar un lugar donde la libertad es tan solo un recuerdo. Nunca antes una prisión se había convertido en galería de arte.
Víctor se muestra entusiasmado con la exposición del pintor madrileño durante su inauguración en julio, la única hasta la fecha de un artista ajeno al entorno penitenciario. Lo primero que dice este recluso argentino es que quiere que se hagan más. “El arte plantea preguntas sin respuesta y alimenta nuestra capacidad de asombro. Es el otro yo que tenemos”, reflexiona delante del lienzo que más le gusta. Es el que recrea una escena de personas reunidas en una galería que acoge una exposición, dentro de la obsesión de este artista posmodernista por traer cuadros dentro de cuadros.
El buen humor impregna el carácter de Víctor, que se declara fan del Guernica y de la Ciudad de las Artes y las Ciencias de Valencia. “La pintura es una terapia y te atrapa sin necesidad de tomar nada”, bromea. Aunque opina que no todos los internos pueden conectar con el arte que la cárcel de Navalcarnero les acerca gracias a esta iniciativa de Solidarios por el Desarrollo y el Círculo de Bellas Artes, en una apuesta por ofrecer cultura de calidad; una herramienta útil de integración que genera nuevas inquietudes en los internos para que después tiren de ellas una vez cumplan su pena. A la hora de hablar sobre su propia estancia, Víctor apunta a que el ser humano también está preso en la calle de sus problemas y de sus cuentas. “El instinto de supervivencia es el mismo aquí que allí”, sentencia.
Uno de los inconvenientes que ve Juanma, otro de los reclusos, admirador de pintores hiperrealistas como Eduardo Naranjo, es que el pasillo es demasiado estrecho para apreciar bien estos cuadros de gran tamaño. “Se necesita lejanía”, apostilla. Aunque reconoce claramente las distintas emociones que navegan la retrospectiva de Alonso. Le llama la atención la ubicación escogida, ya que la M-30 es lo primero y lo último que ve el preso. Para Juanma, ese pasillo que “mezcla arte en una pared tan fría” combina a su vez la tristeza del ingreso con la alegría de la salida.
“Somos un bulto en la sociedad, somos como el tabaco, que es legal, pero la gente prefiere que no se le relacione con ello”, piensa Juanma. Al final elige ver el vaso medio lleno y termina celebrando que con tanto tiempo entre sus manos se haya acercado a la lectura y que ahora se sienta más libre tras haber escapado de una de las prisiones del exterior: “La esclavitud del móvil”.
El orden que imprimen las pinceladas verticales que inundan las piezas de Ikella Alonso comulgan, como si fuesen barrotes, con la arquitectura penitenciaria. “Casi parece una obra creada ex profeso”, se sorprende el artista ―que ha participado en más de 100 muestras individuales y colectivas— en la presentación de la temporada veraniega del centro, que incluye talleres sobre Don Quijote y Kant o un ciclo de cine documental.
La charla se celebra en una estancia donde los internos atienden sentados mientras leen el folleto de las actividades, rodeados de estanterías con un centenar de libros, un trofeo de mus hecho de papel, una caja de madera con fichas de dominó en la se puede leer escrito a bolígrafo: “¡Viva España!”, un reloj gigante pintado en la pared que marca las 11.10 y la frase “que lo nuestro os quede vuestro”, tatuada en uno de los brazos de los reclusos de este “módulo de respeto”, una categoría en la que disponen de cierta flexibilidad y autogobierno cuando media el compromiso de cursar formaciones, entre otros.
Fue profesor de Historia, sabe cinco idiomas y va a publicar en la revista del centro de Navalcarnero un artículo sobre los enfermos mentales en las cárceles. Es lo que cuenta Javier, que sobrelleva la cautividad con un lema: “La clave es aportar”. Lo que más valora de este tipo de proyectos es tanto la cercanía con el exterior como el reconocimiento de que existen como colectivo. Su cuadro favorito es el más colorido, un paisaje visto desde satélite con el que se cierra la exposición, en la que Javier disfruta atisbando los guiños a Picasso, Velázquez, Matisse o Van Gogh en la obra de Alonso. La férrea rutina penitenciaria se vuelve más llevadera y llega a esta conclusión: “No estamos tan olvidados”.
El libro de Foucault, Vigilar y castigar, no debería ser una fórmula para las prisiones. Es la filosofía de Cristóbal Sánchez, presidente de Solidarios por el Desarrollo, que confía en el poder sanador de la cultura y persigue que esta goce de más presencia en las instituciones penitenciarias, al mismo nivel que las formaciones técnicas. Cree que es posible construir “una comunidad de intereses donde las cosas fluyan”. Coincide en esto la socióloga Lourdes Gil, subdirectora general de Tratamiento y Gestión Penitenciaria, que lamenta que las prisiones se mantengan en los márgenes y solo sean protagonistas cuando alguien famoso entra o sucede algún episodio negativo.
Uno de los lienzos en blanco y negro, que alude a la muerte del padre de Ikella Alonso, es el elegido por David, un recluso que intuye la influencia de las Pinturas negras de Goya, las que creó en la Quinta del Sordo, la finca de Carabanchel donde vivió antes de su exilio. El artículo 25.2 de la Constitución establece que el condenado tiene derecho “al acceso a la cultura y al desarrollo integral de su personalidad”. Lo quiere recordar David, que considera que las cárceles tendrían que estar bajo el paraguas del Ministerio de Educación: “Estas actividades forman parte del tratamiento. Mucha gente no tiene principios y la cultura les hace transformarse. Es un elemento fundamental para ser respetuosos con aquellos que no lo fuimos, es el valor que nosotros hemos perdido”.
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