Los oficios desaparecidos de las mujeres de Madrid
Lavanderas en el Manzanares, aguadoras en el Retiro o verduleras en la Cebada, el libro ‘Fuimos indómitas’ recoge cómo las madrileñas ayudaron a construir la ciudad que hoy conocemos a través de profesiones que ya no existen
Es julio, primera hora de la mañana, y hay zurriburri en la calle de la Ruda. Unos cuantos guardias municipales van libreta en mano apuntando nombres, cestas y pagos de las vendedoras que se niegan al nuevo impuesto municipal a la venta ambulante. Dicen que si lo abonan, ganarán menos de lo que pagan. De la discusión se pasa a los insultos, de los insultos a las amenazas, luego a los empujones y al tiro libre de patatas y tomates. Al poco, la pelea se convierte en una marcha que atraviesa el centro de Madrid cerrando todos los negocios a su paso, excepto las farmacias. A las pocas horas, los mercados de San Ildefonso, Torrecilla de Leal, Olavide, el del Carmen, el de la Paz y el de San Miguel se han convertido también en una trinchera contra el Ayuntamiento. Para cuando llega el mediodía, el alcalde ha claudicado y asegura que se seguirá cobrando el importe anterior. Ese alcalde era Alberto Bosch y Fustegueras, el julio es de 1892 y las de la revuelta, las verduleras de la Cebada.
La historia la condensa en siete páginas Victoria Gallardo, la de esas vendedoras de hortalizas, pero también otras: las de lavanderas, aguadoras, castañeras, modistas, cigarreras, telefonistas y taquilleras de Metro. Lo hace en Fuimos indómitas, los oficios desaparecidos de las mujeres de Madrid (La Librería, 2021) porque, dice Gallardo, periodista, que un día de hace tres años se dio cuenta de que después de 30 años en este mundo, y en esta ciudad —en Chamartín, para concretar— sabía “muy poco o nada” de las mujeres que habían vivido estas calles antes que ella, que “habían ayudado a construir el presente aunque no aparezcan o lo hagan de soslayo” en hemerotecas y bibliografías.
Dos de años de documentación, de entrevistas. Perdió la cuenta de las horas que pasó en la Biblioteca Nacional. Escribe en la introducción que quiere pensar “que no fue el azar” quien le presentó a Rebecca Solnit con el ensayo Una guía sobre el arte de perderse mientras aterrizaba el libro. “Cuenta esta historiadora que, a menudo, le asalta la sensación de que muchos relatos suprimen determinadas fuentes que provengan de según qué cauces y qué encuentros, “omitiendo el hecho de que a historia está formada más por cruces, ramificaciones y jarales que por caminos rectos. A estas otras fuentes yo las llamo abuelas”.
Gallardo buscó y encontró varias. Mujeres que contaran sus historias o las de sus antecesoras para que la narración fuera más allá de “las notas al margen” que ella encontraba en las publicaciones: “No se cuenta si eran cabezas de familias, solas, algunas viudas. O cómo vivían, cómo eran, cuánto cobraban lavando o cómo estudiaban oposiciones por la noche después de trabajar todo el día”. Cree que quería escudriñar porque, al final, es su oficio, —aunque en el colegio le tirara más lo de ser médica, “pero las ciencias mal”, explica—, y también por eso hubo algunas que quedaron fuera.
Las planchadoras, por ejemplo. Le fue “imposible” encontrar a ninguna directamente o indirectamente, a través de sus hijas o nietas. O las peinadoras: “Iban por los domicilios y eran un gremio bastante disperso”. O las piperas, “las que vendían golosinas a la puerta de los colegios”. No quería “novelar”. “El libro tiene un enfoque periodístico. Necesitaba encontrar testimonios y si no tenía esas voces, no podía incluirlas”, afirma. Y esa búsqueda fue algo parecido a una “fijación”: “Para ser lo más respetuosa y lo más honesta posible con sus historias y con la realidad, que bastante sesgada está ya”.
Con las que menos dificultades tuvo fueron las castañeras y las cigarreras. Las primeras porque aún quedan algunas, aunque ya el oficio no sea como antes. Al menos “hasta hace año y medio”, cuando Gallardo habló con ella, Angelines Cardenal todavía se ponía su delantal rojo y abría su kiosco en la glorieta de Bilbao. 75 años, seis décadas de oficio, hija y nieta de castañeras. Su abuela, Virginia, colocó por primera vez su anafre en Goya y, con Pilar y Caridad, “forman la terna de castañeras más famosa de Madrid”, escribe al inicio del capítulo Un puñado de castañas. Pilar tenía el puesto en Cascorro y Caridad, “a quien homenajean los alcaldes José Luis Álvarez Álvarez y Enrique Tierno Galván”, en Tirso de Molina.
¿Y las trabajadoras de la Tabacalera? Porque no hace tanto que cerró, lo hizo en el año 2000. “Y muchas cigarreras viven, aunque su oficio desapareciera al abandonar aquel edificio”. Quizás por eso son ellas con las que más vínculo ha tenido Gallardo. Un día conoció a Elena González, una mujer que entró a la fábrica de la calle de Embajadores con 18 años recién cumplidos, en 1974, como aprendiza. La entrevista fue en casa de otra cigarrera: “20 años después, seguían teniendo no solo relación, sino la misma relación, la misma complicidad, y fue eso lo que me hizo despertar a la idea del libro”.
Después de conocer a esas dos primeras, encontró un colectivo de otras 20 que permanecía activo tras dos décadas. “Se siguen reuniendo en Navidad, si una enferma, el resto va a verla… Representan muy bien la idea que atraviesa todo el libro: que lo que conseguían las mujeres, lo hacían porque peleaban juntas. Y pelearon mucho. Y se ayudaron mucho”.
Los levantamientos de las cigarreras para protestar por las condiciones laborales eran continuos. En marzo de 1885, ocurrió uno de los más conocidos en aquellos días. “Al escuchar el consabido grito de “¡Niñas, arriba!”, cientos de cigarreras abandonan sus puestos de trabajo y amenazan con destruir cualquier máquina que encuentren a su paso”, relata Gallardo en el libro. Se asociaron las lavanderas, en 1902, y fueron a una huelga de tres días con la que consiguieron un aumento de salario en la fábrica de Lagasca donde el lavado y el planchado ya era mecánico y la readmisión de las compañeras a las que se había despedido por participar en la huelga.
Se rebelaron también las verduleras y cerraron medio Madrid en un día. Las castañeras se guardaban la mercancía para no hacer desplazamientos innecesarios si alguna tenía su portal más cerca del puesto en cuestión. Las modistas se ayudaban a terminar si había un encargo de última hora para que una no se tuviese que quedar enhebrando hasta la madrugada; acabaron también por asociarse y consiguieron establecer la jornada de ocho horas en su oficio.
“La palabra sororidad es relativamente reciente”, dice Gallardo, “pero lleva funcionando siglos”. Se dio cuenta durante esos dos años que pasó entre libros y periódicos de siglos pasados. ¿”Y sabes de que más me di cuenta?”, lanza: “De que también entonces, cuando en la prensa estas mujeres aparecían por algo, puedes distinguir antes de ver la firma si quienes les hacían las preguntas era un hombre o una mujer, que tampoco había muchas”.
Entre el puñado que había ejerciendo el periodismo, en el libro aparece y Gallardo recuerda durante la conversación a Carmen de Burgos (Perico el de los Palotes, Honorine, Marianela, Colombine), a la que se considera la primera periodista profesional de España, la primera corresponsal de guerra. La misma que escribió Quiero vivir mi vida o La mujer fantástica, aunque parte de la sociedad de principios del siglo XX la redujera a la amante de Ramón Gómez de la Serna. “Como redujeron la historia de tantas otras mujeres”, termina la autora.
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