Recuerda esto, que luego te hará falta
Yo cerré los ojos y dejé que el sonido de las olas rebotando contra mi cuerpo me limpiasen el cansancio y el polvo de Madrid
Antes de los peces muertos, en el mar Menor floté yo. Fue a principios de agosto, hace justo un mes. Hacía calor pero el agua aún no tenía la temperatura de un té puesto a enfriar. Estaba salada, como siempre, y la sal me empujaba y me sostenía sobre la superficie como un colchón viscoelástico de firmeza baja. Yo cerré los ojos y dejé que el sonido de las olas rebotando contra mi cuerpo me limpiasen el cansancio y el polvo de Madrid. Me sentí pura, fresca, relajada y, con los rayos creando nuevas pecas, pensé: recuerda esto.
Me despertó el ruido. Estaba en Cádiz en un apartamento construido a pie de playa que difícilmente cumplía alguna ley de costas. Serían las tres o las cuatro, no lo sé. El resto del año puedes cabrearte porque algo te ha despertado en mitad de la noche. Puedes calcular mentalmente cuántas horas quedan para que suene tu alarma. Pero en vacaciones, que solo importa la hora de ingerir comidas o bebidas, te despiertas y ni siquiera te sientes molesta. Me despertó el ruido y yo pensé que era el tráfico de la M-30 y resultó que era el sonido de las olas del Atlántico. Mi mente, pervertida por la ciudad, interpretaba como molesto algo que las apps de meditación usan para relajar a la gente normal. Cuando me di cuenta de dónde estaba y lo que estaba oyendo, pensé: recuerda esto.
Al principio fueron las cigarras. La temperatura no bajaba de los treinta aunque el sol ya se había puesto. La tierra recalentada durante meses olía a arbusto seco y crujía. Podrían ser víboras de campo, conejos, zorros, salamanquesas, probablemente eran solo ratones. Pero a cada crujido yo me sobresaltaba porque había presencias, presencias naturales, que me rodeaban. En esos montes de Extremadura la intrusa era yo y no las vacas que hacían sonar sus cencerros ni los burros ni los mirlos que daban comienzo a la mañana. Era intrusa y era comida para los mosquitos, un dulce perfecto para las avispas que no sabían si ir a por mí o a por el último trozo de chorizo que quedaba en la mesa tras la cena. Y mientras me rascaba hasta hacerme sangre los picotazos, pensé, de nuevo: recuerda esto.
Fue en el camino de vuelta a la ciudad. Me recibió el atardecer naranja que se filtraba entre las nubes. El cielo de Madrid daba su mejor espectáculo cuando me bajé del bus tras casi seis horas de viaje. Tenía la espalda dolorida, la nariz quemada, los talones secos por culpa de la arena y la sal, el pelo hecho un desastre. Pero no eran cicatrices de guerra sino señales de que había tenido el privilegio de la desconexión. Y cuando subía al taxi y nos quedábamos parados en el primer atasco del último lunes de agosto, llenando lentamente mis purificados pulmones de humo, yo recapitulé todo lo que había hecho mientras me esforzaba por no hacer nada y pensé: recuerda esto, que luego te hará falta.
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