Solo se vive dos veces
Pasarlo bien es lo mínimo que se puede hacer después de haber sorteado una catástrofe.
Este verano le enseñé a mis sobrinas a hacer helados de sabores. Aunque todos los preparábamos con la misma arena húmeda, sabíamos de qué sabor era cada uno porque a los de fresa, les poníamos encima un trocito de ladrillo. A los de nata, una concha blanca. A los de tutti frutti, cristales multicolores gastados por la marea y a los de vainilla, caracolillos en cuyo interior algún día vivieron cangrejos ermitaños.
En ese arenal, por cierto, no nos costaba nada encontrar el topping para nuestros helados pues la orilla está sembrada de inverosímiles materiales de construcción desmenuzados. En verano es un área de recreo pero en invierno, un campo de pruebas militares. Se trata de un lugar peculiar: es una playa privada y a ella se llega por carreteras flanqueadas con postes eléctricos de madera, y en cuyos cruces cuelgan gigantes semáforos de cuatro caras de los que solo se ven en Estados Unidos.
Aquel día, al regresar, reconocí entre esos pinos de copa redonda que solo se ven en Cádiz una pantalla gigante de autocine donde al parecer se suelen hacen sesiones nocturnas a las que se puede acudir con comida rápida: pizzas con masa Chicago, hamburguesas grasientas, batidos espesos que se adquieren en locales cercanos con auténtico menú de diner.
Íbamos escuchando You only live twice, esa canción compuesta por John Barry y cantada por Nancy Sinatra que, aunque es la banda sonora de James Bond, en realidad parece concebida para mirar por la ventanilla de un coche en un momento de plenitud. Creo que ese fue el día más feliz de unas vacaciones muy felices en general. Sé que reivindicar el disfrute es un privilegio cuando cada vez más gente es menos privilegiada. Sin embargo, tengo la sensación de que este año bastantes españoles, cada uno en función de nuestras posibilidades y la eficacia de nuestra vacuna, hemos disfrutado del poco o mucho asueto que nos ha tocado con un sosiego y un agradecimiento especiales.
Pasarlo bien es lo menos que podíamos hacer después de haber sorteado, al menos durante un rato, una catástrofe. Hace ya semanas que regresé a Madrid, pero todas las noches cuando me meto en la cama me acuerdo de aquella tarde en la playa de la Base Naval de Rota y de las risas de mis sobrinas, dos chavalinas libres que buscaban en bañador cristales para hacer helados de tutti frutti.
Ese día no sabíamos que a muy pocos metros de allí pronto se instalarían en busca de un futuro cientos de personas venidas de Afganistán, según Unicef, uno de los peores lugares del planeta para ser niña. Mi hermana le ha explicado a sus hijas que ahora, entre sus vecinas se cuentan chiquillas como ellas que han escapado del infierno para intentar vivir por segunda vez. Sonroja pensar con qué ligereza a veces llamamos “pequeñas cosas” a las cosas más grandes.
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