Elogio de los vecinos del contenedor
Renuncian a varias plazas de aparcamiento, y conviven con el estruendo de los cristales y con el ruido del camión de la limpieza cuando se vacían en él los desperdicios


Una vieja definición del término “papelera” dice que se trata de un recipiente alrededor del cual se tiran los papeles.
Lo mismo valdría para el contenedor de basuras urbano.
A menudo, los contenedores de cartón están rodeados de cartones, y los de basuras aparecen a su vez asediados por las basuras. No sucede eso, en cambio, con el iglú para el vidrio. Ahí dentro siempre hay espacio, y las botellas van cayendo de una en una hasta el fondo con un crujido final que produce cierta división de opiniones: unos ciudadanos disfrutan con el ruido del cristal cuando lo dejan caer desde lo alto del armatoste para que se estrelle contra los añicos previos; pero otros sienten dentera con el estallido y procuran introducir el brazo por la boca del chirimbolo hasta donde les dé de sí el hombro, a fin de amortiguar el impacto. En uno y otro caso, sin embargo, el estrépito del vidrio entra por las ventanas abiertas al verano, y resuena sobre todo cuando alguien arroja por el agujero una bolsa entera llena de cascos.
La concentración de contenedores en un determinado punto y un cierto desacomodo entre los horarios de depositado y de recogida acaban provocando, entre unas cosas y otras, un foco de suciedad o de ruido que, sin embargo, no ha causado apenas protestas vecinales. Y así como casi nadie quiere en su pueblo ni un cementerio nuclear ni un vertedero, los contenedores urbanos disfrutan de la tolerancia general, y se han ido diseminando por las calles como si fueran semáforos.
En determinados puntos de las ciudades, la esquina de los contenedores constituye un verdadero comedor social para los gatos de la zona, que ven resueltas sin esfuerzo sus necesidades gastronómicas del día. Las bolsas de plástico carecen de clave para su apertura, y un leve rasguño felino obra la maravilla de ofrecer al micifuz un sensacional banquete. Pero, pese a la cuidadosa urbanidad de estos animales en el hogar, eso de recoger los restos de la comida callejera no forma parte de su naturaleza.
Después llegarán los voluntariosos empleados del servicio de basuras, con movimientos automáticos, milimétricos, específicos, quizás calculados por ingenieros, concebidos para la mayor eficacia con un intenso esfuerzo en el menor tiempo posible. Así que los restos diseminados por los gatos se quedan donde estaban.
Por todo ello, no quisiera abandonar esta columna veraniega y madrileña sin agradecer a los vecinos más cercanos a los contenedores su solidaridad con el barrio. Renuncian a varias plazas de aparcamiento para alojarlos, soportan el desparrame, conviven con el estruendo de los cristales y con el ruido del camión de la limpieza cuando se vacían en él los desperdicios. Y por si fuera poco, al tener los recipientes tan cerca de casa ni siquiera pueden fumarse un cigarrito con calma clandestina cuando pretextan que salen a tirar la basura.
Un monumento merecen.
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