¿Vivir en un bar?
Acerca de las terrazas COVID en Madrid: ¿todo vale?
La COVID-19 está vapuleando desde hace más de un año a la sociedad entera, a todos sus estamentos sociales y económicos. En el caso de Madrid se ha incidido mucho, por parte de políticos, empresarios y medios de comunicación, en el daño —desde luego, enorme— que la pandemia está infligiendo al sector de la hostelería; pero quizá esos mismos constructores de opinión pública no hayan insistido con similar énfasis en el perjuicio —no menos severo— que la sobrevenida situación está produciendo en otros colectivos y ámbitos ciudadanos.
La aspiración del sector de la hostelería a resarcirse de esos daños mediante la colonización de aceras y espacios públicos puede ser entendible y aun atendible en muchos casos; pero esa pretensión no debiera desbordarse en una práctica fuera de escala y control, atentatoria contra los intereses básicos —entre ellos, el del reposo nocturno— de buena parte de la ciudadanía. En distintos barrios de Madrid ya se han producido manifestaciones frente a la proliferación de las llamadas terrazas COVID: ya sean las que están invadiendo las aceras de nuestras calles ya las que van ocupando, en la calzada, no pequeño número de plazas de aparcamiento.
La administración local ha sido palmariamente comprensiva respecto a las exigencias de los titulares de establecimientos hosteleros y su multiplicada demanda de terrazas en suelo público. Pero nos preguntamos si esa administración está dispuesta a atender con igual afán las legítimas protestas de esos otros madrileños; esos otros contribuyentes que, junto a los perjuicios que todos padecemos a causa de la pandemia, tienen ahora que cargar con la pesadumbre de encontrarse viviendo entre terrazas y con la algarabía del bar allanando materialmente sus hogares. Conviene que nos planteemos, en efecto, algún interrogante acerca del papel de las autoridades municipales en todo esto. Porque da la impresión de que han optado por hacer dejación en su responsabilidad de garantizar los derechos de los ciudadanos, de todos los ciudadanos; esto es, dejación en su compromiso de hacer valer el bien público por encima del beneficio privado (y precisamente en ese espacio, la calle, que constituye la mejor metáfora de lo público).
Con la COVID-19, el Ayuntamiento ha dejado vía expedita al boom de las terrazas. Madrid se ha convertido, de la noche a la mañana, en un bar. Si la condescendencia con esta irrupción se quiso justificar inicialmente como medida provisional, hasta el 31 de diciembre de 2021, en tanto se mantuviera la precaución de evitar reuniones en lugares cerrados, ahora parece que la cosa empieza a adquirir tintes de permanencia. De modo que la corporación municipal ya está preparando una modificación de la “Ordenanza de terrazas y quioscos de hostelería y restauración” con la que, bajo el lema de adecuación a la realidad, se va a dar carta de naturaleza a un fenómeno claramente nocivo para el interés público.
Pretextando “la política de la Unión Europea encaminada a suprimir los obstáculos a la libre circulación de los servicios y a la libertad de establecimiento de los prestadores de servicios”, se va a facilitar —y elevar a no sabemos qué potencia— este uso de actividades económicas privadas en la vía pública. El sector de la hostelería ya jugó, hace años, una partida ventajista con la “ley antitabaco”: la prohibición de fumar en interiores fue aprovechada para levantar en las aceras —esto es, en el suelo público— construcciones que más tenían que ver con pequeños edificios que con las amables terrazas de verano “de toda la vida” (que se montaban —y, recordémoslo, se desmontaban— estacionalmente). O sea, que está lloviendo sobre mojado. Feo, muy feo estaría que ese ventajismo se renovara ahora para, sacando beneficio de los efectos de la pandemia y del dolor que ésta ha producido, ganar terreno; y feo también, espantosamente feo, sería que el Ayuntamiento auspiciara esta nueva y dolosa privatización del espacio público.
Cada vez que se autoriza una de estas terrazas ¿se tiene en cuenta, de verdad, el ruido que va a producir, tanto de día como de noche y hasta las tantas de la madrugada? La ordenanza que se está preparando no parece exigir a los titulares de los establecimientos que sus clientes moderen sus voces; pero sí contempla lo que denomina «amenización musical» (con un límite máximo —es un detalle a agradecer— de… 80 decibelios).
En cuanto al modo en que esas sobrevenidas instalaciones inciden en el paisaje urbano, cabe que nos preguntemos si todo vale. Las ordenanzas que en elementos de fachada y rótulos se exige cumplir al resto de establecimientos comerciales ¿tienen aquí algo equivalente? Cualquier tarima —con el inevitable alfombrado de césped artificial—, cualquier celosía —si no arpillera sujeta entre postes— para aislar del tráfico, cualquier sistema de iluminación, por peregrino que sea, parece que resuelve el expediente sin requerir de técnico competente: basta contar con el gusto del promotor y con las ideas, más o menos “costeadas”, que puedan facilitar las muchas e improvisadas empresas que están medrando con este nuevo negocio.
En cuanto al modo en que esas sobrevenidas instalaciones inciden en el paisaje urbano, cabe que nos preguntemos si todo vale.
La calle como paisaje cultural, en que convergen múltiples variables —acciones intangibles y estructurantes de la vida social, juegos de volúmenes y espacio libre, articulaciones materiales con la forma arquitectónica—, configura uno de los más altos valores patrimoniales de la ciudad. Las intervenciones en ella no pueden dejarse, por tanto, al albur de rentabilidades particulares en franca colisión con el interés público (en particular —como se da en la práctica que nos ocupa— cuando privan del libre disfrute de su uso y cuando inciden en grupos vulnerables como son los niños y ancianos).
Sin desatender los intereses de los titulares de bares, siempre que sean proporcionados en su escala, se hace necesario considerar el derecho prevalente del ciudadano. La COVID-19 nos ha afectado —y nos va a seguir afectando— a todos. A los trabajadores de la hostelería y a sus empresarios, desde luego; pero también, no menos, al madrileño que le acaba de tocar convivir con una de estas terrazas cuya instalación el Ayuntamiento —según se recoge en el borrador de las ordenanzas— está dispuesto a “dinamizar, simplificar y facilitar”. Los primeros son ciudadanos, con derecho a voto; pero también lo son —y también votan— los que observan con pasmo la claudicación de los responsables municipales ante semejante abuso. El ámbito de lo público es la calle, no es el bar. Defendamos la calle, su ambiente, su paisaje, su fundamento social y antropológico, su dignidad.‘‘’
Carmen Añón Feliú, es paisajista y Presidenta de Honor del Comité Científico Internacional de Paisajes Culturales ICOMOS-IFLA.
Javier García-Gutiérrez Mosteiro, es arquitecto y catedrático de la Universidad Politécnica de Madrid.
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