Las guardianas octogenarias del parque de la Virgen Blanca
Dionisia López de la Rosa y su hermana María llevan más de tres décadas luchando por este enclave natural de Madrid y lamentan su mal estado de conservación
Dionisia López de la Rosa tiene 83 años y lleva más de tres décadas, junto a su hermana María, velando por el parque de la Virgen Blanca. Encabezó las protestas de los vecinos de Moncloa cuando el gerente del Hospital Clínico quiso hacer un aparcamiento en 1989. Consiguió reunir un millón de firmas que sirvieron para ganar la batalla al coche y salvar a este enclave natural de Madrid, que hizo las veces de trinchera durante la Guerra Civil. Cada día, estas guardianas octogenarias se acercan a recorrerlo temprano y a la caída de la tarde, para evitar las peores horas de calor. No fallan nunca. El parque de la Virgen Blanca es una extensión más de sus vidas, su segundo hogar.
En estos momentos luce muy diferente al de las fotografías que Dionisia López lleva en su bolsillo como un recuerdo lejano que la persigue y del que no se despega. “Antiguamente empezaban a regar a las ocho de la mañana y se iban a las tres de la tarde. Ponían los aspersores y estaba verde y precioso”, lamenta mientras señala las copas secas de los árboles y el suelo lleno de rastrojos que cubren la superficie de un manto amarillo. “Todo está pidiendo agua a gritos. Se me cae el alma a los pies cuando lo veo, es como un solar”.
Este entorno es un pulmón escondido entre el Hospital Clínico y la Fundación Jiménez Díaz. Es uno de esos pocos lugares que permiten a los madrileños alejarse del hormigón de la ciudad y estar en contacto con la naturaleza. Juan García, de Ecologistas en Acción, señala que la gestión depende del Consorcio de Ciudad Universitaria. “Falta mucho que hacer, no solo aquí, es una zona muy extensa. Estos parques suponen una amortiguación de los efectos de la isla de calor que se producen en todas las ciudades. Los cascos urbanos al ser compactos atraen la energía y la temperatura consolidada puede ser cinco grados más que en donde hay parques”, explica.
También desde el punto de vista social, los parques son un lugar de convivencia para los vecinos y los no vecinos, y es importante la fauna que generan, fomentando la biodiversidad con la colocación de distintas especies de árboles. “El parque no se tiene que mirar como una guinda, sino como una cosa que tiene valor económico, social y ambiental”, prosigue Juan García, que además indica que el color verde y todo lo que supone tener vegetación delante de la vivienda “contribuye al bienestar anímico indudablemente”.
Dionisia y María López son unas solteras felices que van agarradas del brazo para no tropezarse con los desniveles de este parque de aire forestal. Es su sitio predilecto de vacaciones, porque ya no quieren andar viajando. Vivían con su madre, que murió con 104 años, y ahora están con un perro de agua llamado Aroa, y un chico joven al que cuidan, y las cuida, que ya es parte de la familia. Estas hermanas cómplices, que se llevan 15 meses, siguen compartiendo habitación, cada una con su cama. Son inseparables y se entretienen juntas leyendo, cosiendo, escuchando las noticias en la radio y viendo la televisión.
Siempre recuerda Dionisia aquella vez que querían cargarse un chopo muy grande del parque. “Estuve yo apoyada en él para que no lo cortaran. Lo bautizamos como el árbol del ahorcado, porque si lo quitaban me ahorcaba”, dice entre risas. Dionisia es una persona dulce y tranquila, muy menudita, con un tono de voz que parece pedir concordia. Pero eso no quita para que irradie una fuerza interior que hace retroceder a cualquiera que pretenda llevarle la contraria.
Un camión de limpieza aparece por el parque. El jardinero se baja y recoge un par de botellas de plástico tiradas por el suelo. Es José Miguel Portugal, que lleva 22 años dedicado a esta profesión. “Se riega poco, pero se riega, solo las plantas y el arbolado. El suelo no, es así, como si fuera un campo de rastrojos. No hay para regar, no hay enganches, hace mucho tiempo sí, cuando había más dinero y personal”, comenta antes de subirse al vehículo. Reconoce que ha habido dos o tres focos de incendios este verano, algunos por la zona del pinar, donde todavía se observa el rastro negro que ha dejado el fuego tras su paso: “Fueron pequeños y en seguida se controló, pero sí que hay riesgo. Por eso lo segamos todos los años con un tractor”.
“¿Qué arbolitos riega? No serán los de este parque, porque yo no lo he visto”. Dionisia de repente se pone muy seria. No para de llamar a la Complutense. Le dijeron que no se preocupase, que iban a cambiar de empresa, pero ella no ha notado ningún cambio. “Ya no me cogen el teléfono, deben estar de vacaciones”, indica a la altura del pinar, en donde se detiene a mirar los restos que yacen en el suelo. “Después de Filomena, que produjo una poda a lo bestia, se cayeron muchísimas ramas, sobre todo de pinos, la especie menos dúctil y menos rígida. Se ha quedado mucha materia vegetal en el suelo y eso requería una limpieza, y también el pasto que genera la vegetación espontánea. El cuidado en este caso deja mucho que desear. Yo entiendo que cuesta dinero, pero la salud cuesta dinero y esfuerzo, y si no cuidas la salud llegarán los males correspondientes. Nada es gratuito”, recalca el ecologista García.
Un pastor alemán corretea de arriba a abajo. Es de Rosa Alcozer, vecina criada en el barrio de Moncloa. Cuenta que hay alguna trinchera por el parque y un hoyo muy grande que cree que es de algún bombardeo. Cuando jugaba de pequeña hasta encontraba balas: “La universidad por lo visto pasa y es una pena porque es un parque precioso. Estaba de miedo y ahora está asqueroso, hay basura y litronas rotas y los árboles están quemados. Los que sobreviven son por cuando llueve”. Ella también lleva en su imaginario los años dorados del parque de la Virgen Blanca, que recibe su nombre por la estatua que se encuentra en una especie de altar cerca de la entrada. Cuando se consiguió frenar la construcción del aparcamiento, Dionisia pidió que se hiciera ahí una misa para agradecer a la Virgen que no desapareciera. “Le falta la nariz y los dedos porque los niños se subían a ella para coger nidos de pájaros. Antes estaba rodeada de arbustos hermosos con flores”, afirma citando las olorosas flores blancas que dan las celindas y las amarillas de la madreselva.
En un artículo de periódico que Dionisia lleva encima, aparece ella en la foto con 52 años, sentada en un banco del parque con un tractor de fondo. José Luis García Fernández, arquitecto especialista en Urbanismo, la contactó nada más ver la noticia para ayudarle a elaborar un dossier repleto de planos, mapas y datos que sirviesen para paralizar las obras. “Ya ha fallecido. Trabajó de lo lindo”, rememora agradecida. Lo guarda como un tesoro, más de tres décadas después, y matiza divertida que el millón de firmas recaudadas no les entraban. “Esa calle de los coches, el gerente la cogió y puso vallas y no dejaba pasar a nadie, y también se la quitamos. Es una vía pública, ¿Por qué se tiene que quedar las calles que a él le vienen bien?”, expone en referencia a Arturo Gallego, el gerente del Clínico por aquel entonces.
Jamás ha podido bajar la guardia Dionisia. Más de una vez ha echado a algún automóvil del parque: “Ahora porque el Museo de América ha cerrado la puerta, pero he discutido bastante con los coches que se colaban”. Hace muchos años se bajaban a los enfermos en silla de ruedas de los dos hospitales que colindan el parque, y a los niños que estaban ingresados, asevera. “Los ponían en el césped, pero ya qué van a traerlos con esto así”, espeta Dionisia, que trabajó 40 años como modista de alta costura. Y aunque parezca que la lucha de las hermanas López es a pequeña escala, Juan García apostilla una de las máximas del ecologismo: “Piensa globalmente y actúa localmente”. Además, añade un interesante apunte de género: El 90% de las llamadas que recibe la organización en relación a asuntos de abandono medioambiental son de mujeres.
Las hermanas López disfrutan de los placeres sencillos. No necesitan más sobresaltos en sus rutinas que el que les produce ver al final del paseo del parque de la Virgen Blanca las cumbres de Navacerrada, un espectáculo para ellas cuando están nevadas. Sienten que pueden tocarlas. A la izquierda está La mujer muerta, una alineación montañosa perteneciente a la sierra de Guadarrama. “Y no veas la puesta de sol aquí, es una maravilla por descubrir”.
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