Más allá
Con la pandemia, hay quien ha sentido la llamada del campo y el teletrabajo ha permitido la huida del asfalto
Una vez invité a comer a una amiga a mi casa y aceptó con un “vale, iré a Mordor”. No lo decía por el calor del verano, que era de esos que me doblaban las velas de los candelabros. Literal. Ella se refería a la aparentemente enorme distancia que tendría que recorrer, como Frodo en El señor de los anillos, para llegar a mi pueblo. Sí, soy de esa mitad de madrileños que no viven en Madrid. Y lo que veo desde mi ventana se parece más a la campiña verde de los hobbits que al Monte del Destino en llamas de Sauron. Pero no es la ciudad. Está lejos de la Puerta de Alcalá y muy lejos del Templo de Debod.
No sé si de verdad se esperaba un paisaje inhóspito, pero mi amiga se quedó sorprendida de “la vidilla” con comercios, bares, gente por la calle, perros, niños, muchos niños… Hay vida más allá de la M-50. Y aún más lejos, también. Hasta en el palito de territorio que sobresale en el mapa por el sur, así como hacia Toledo, hay madrileños. No puedo invitar a todos los de Madrid-Madrid (hay que decirlo dos veces para distinguir a los de ciudad) a unas tortillas —que las bordo― para que lo comprueben. Pero voy a ceñir mis patas de gallo —que las tengo— para enfocar la existencia de quienes, por obligación o elección, habitamos el más allá. El extrarradio de la periferia. Los distritos 10, 11 y 12 de Los juegos del hambre, pero sin lo de matar niños, las flechas y tal.
No sé si de verdad se esperaba un paisaje inhóspito, pero mi amiga se quedó sorprendida de “la vidilla” con comercios, bares, gente por la calle, perros, niños, muchos niños… Hay vida más allá de la M-50. Y aún más lejos, también
La verdad es que somos heterogéneos: en el más allá también hay ciudades, incluso igual o más contaminadas que Madrid, y entornos rurales; hay lugares sin un centro médico cerca y otros con grandes hospitales; los hay que tienen estación de tren y metro, y otros que dan gracias por un autobús cada media hora. Con y sin cobertura para el móvil. Algunos aborrecen la urbe y otros la amamos, aunque no para vivir en ella.
Después de haber deseado vivir en la capital, donde gozar del anonimato que no tenía en mi pequeña ciudad natal (si me liaba con un chico, al día siguiente mi madre lo sabía), con oferta nocturna, lo que toda universitaria de provincias sueña, y cultural, que también voy a museos de vez en cuando. Me marché por economía. El precio de un piso de dos dormitorios y espacio vital para una pareja con gato era el equivalente a un zulo sin ventanas en Madrid. Puedo sospechar sin equivocarme mucho que otros han tenido una experiencia parecida. También hay vecinos del más allá que son los de toda la vida. Otros, con acento, han llegado de mucho más lejos. Con la pandemia, hay quien ha sentido la llamada del campo y el teletrabajo ha permitido la huida del asfalto. Somos los Madrileños por el mundo, pero en la Comunidad.
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