En las casas del antifaz de la colonia de Los Rosales de Madrid
Las casas de la colonia, proyectada en 1928, comparten una característica franja de ladrillos que bordea las ventanas de los pisos de arriba
A sus 93 años, Consuelo Dorda puede no recordar con precisión lo que hizo ayer, pero tiene grabadas en la memoria cosas que sucedieron hace más de ocho décadas. Como aquel día en el que el aviso de bombardeo la pilló lavándose las manos y, entre el jabón y el miedo, era incapaz de abrir el pestillo para salir del cuarto de baño y dirigirse al hueco de debajo de la escalera, que utilizaban de refugio. O de los vehículos que subían la calle llenos y hacían el camino de vuelta vacíos. Entre medias, el sonido de los disparos. O de lo mucho de sí —y del sabor— que podía dar un huevo de los que ponían las gallinas que tenían en el patio: bien batido, ya a punto de nieve, salía una cucharada para cada uno de los cuatro hermanos.
“Pasar una guerra siendo una niña tiene que ser terrible”, dice su hija Charo Laforet (61 años, Barcelona). Lo hace frente a la casa de la calle León Peralta, en la colonia de Los Rosales, en la que su familia vivió durante décadas. Vuelve después de más de 30 años sin pasar por la colonia. Dibuja en el aire los cambios en la casa. Se emociona. “Madre mía, cómo es la mente… ¿Ves? Por eso no sabía si volver, para encontrarla tan cambiada…”.
En la casa gemela y contigua a la que fuera de su familia viven hoy José Manuel Granados y Cristina Calvo (56 años, Madrid). Ambos ingenieros. Tiene dos hijas. Abren la puerta e invitan a pasar con mucha amabilidad. “¡El coche es eléctrico!”, indica con orgullo Cristina, señalando al vehículo aparcado en el garaje interior. La casa tiene tres alturas. En la planta baja, el patio delantero y el trasero ―uno con un estanque con peces, el otro con una pequeña piscina― flanquean un salón diáfano que da acceso a la cocina. En la primera, dos habitaciones y un baño. En el bajocubierta, dos dormitorios. Y, nada más entrar, a la izquierda, la escalera original de la vivienda, de madera maciza. Y Charo recuerda el sonido que hacían los escalones cuando alguien subía a darles las buenas noches.
La colonia Los Rosales —su nombre original era Ciudad Jardín Alfonso XI― se proyectó en 1928. El diseño original dibujaba viviendas con un estilo regionalista de aires nórdicos. Luis de Sala y Mar, el arquitecto que finalmente dirigió la construcción, se decantó por un diseño más racionalista. Hay, al menos, cuatro modelos diferentes de viviendas. El elemento más característico —y unificador— es una franja de ladrillos vistos que, al rodear las ventanas, parece un antifaz.
De camino hacia la plaza central de la colonia se divisan, por encima de los muros, recogedores de piscina. Y canastas. También un balón de fútbol, que asoma dando vueltas sobre sí mismo con risas y voces infantiles de fondo. Y nidos de cables. Hay una casa cubierta completamente por una hiedra —”la señora no está en casa”, es la respuesta que se obtiene cuando se pregunta a través del telefonillo por los años que se han necesitado para conseguir esa impresionante pared natural—.
Hay tertulia en la plaza. Hasta allí ha llegado Luis Encinas (45 años, Madrid) paseando del brazo con Mary García (84 años, Leganés). Salen casi a diario desde el confinamiento. “Tengo unas flores preciosas”, dice ella a modo de presentación. Se juntan con las hermanas Begoña y Patrocinio Gandía (87 y 81 años, Burgos), que llegaron en 1958 a trabajar en un laboratorio. Luis es el alcalde oficioso de la colonia –”como soy el único joven que queda de la primera época…”- tiene una empresa de mensajería… y vive en la casa en la que vivía Charo. “¡Anda que no he recibido cartas a vuestro nombre!”, le dice al conocerla.
“La farola que está en la plaza estaba originalmente en Duque de Pastrana, en el pueblo de Chamartín”, explica el economista José Antonio Hoyos (81 años). Señala con orgullo y cadencia madrileña que nació “en Chamartín de la Rosa”, en la parte de la colonia que desapareció cuando se construyó la estación de tren. En su día, una inmobiliaria le ofreció un buen acuerdo para vender. Dijo que no. Y añade que están llegando muchos jóvenes y que eso refuerza “el sentido de pertenencia”.
Uno de esos jóvenes es Pablo. Tiene 42 años y trabaja como consultor. Compró hace dos años una casa con unos 200 metros cuadrados útiles en tres alturas, a los que se suman unos 50 de jardín. La reformó respetando la estructura. Venía de pequeño a pasear a su perro por la colonia. “Me daba cierto miedo el aislamiento, pero ahora estoy encantado”. Cuenta que hay un grupo de Whatsapp que ayuda a la comunicación de los vecinos y a la gestión del día a día de la colonia.
Desde la puerta de la casa de José Antonio se ve el muro que separa la colonia de la zona ferroviaria. Allí se asomaban hace años las niñas como Charo para ver el futuro en forma de tren. Hoy, los arcos están tapiados. Por encima, asoman las torres de la Castellana. A José Antonio le han quitado la vista de la sierra. “Pero eso es el progreso, ¿no?”, se pregunta mientras declina, con paciencia, educación -y bastante sorna- las peticiones de posar para una fotografía.
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