Liza Ambrossio, joven y artista: un personaje atípico en Arco
La mexicana se hace un hueco en la feria con su libro ‘Naranja de sangre’: “Hace falta que los galeristas apuesten por nosotros, y no siempre por los hiperconocidos o muertos y mayoritariamente hombres”
La cara siniestra de un niño de ojos completamente azules, cuyo color parece derretirse por las mejillas, observa a los visitantes de Arco. Es la portada de Naranja de sangre (Kehrer), un libro de Liza Ambrossi. La mexicana tiene 29 años y se muestra crítica ante la poca representación de su generación en la feria: “Hace falta que los galeristas apuesten por personas más jóvenes y no siempre por los hiperconocidos o muertos y mayoritariamente hombres. Muchos de los jóvenes cometemos más riesgos, entramos en el juego de concursos nacionales e internacionales, de premios; generamos estructuras, textos, formas diferentes de revolver el arte...” asegura mientras pasea entre personas que llevan mayormente tejidos fluidos y en tonos pastel. Ella opta por vestidos largos y de colores vivos; le gusta la tienda de segunda ropa Humana, donde encuentra gangas incluso por tres euros.
— Los visitantes también son mayores que tú.
— Son los que tienen el dinero. A veces, el mundo del arte no es precisamente para los artistas, sino para los coleccionistas, los grandes peces gordos.
Lo que Ambrossio valora de los asistentes es que estén especializados; le permite filtrar los contactos. “Para mí es superimportante conectar con verdaderos intelectuales, con curators, con coleccionistas que compren”, señala. Los pasillos son blancos, ordenados, pulcros, y a la artista le atrae esa elegancia y la amplitud de lugar. Ha estado en eventos de otros países, como el Art Basel o el Photo London, pero es la primera vez que participa en Arco. “Esta experiencia poscovid me ha generado ilusión”, admite en la tarde de este jueves.
La joven mexicana busca las piezas más divertidas de Arco. El enorme pabellón de Ifema le parece un laberinto en el que se pierde; se intenta ubicar en el mapa, pero prefiere preguntar a los encargados. Se detiene ante una especie de maniquí sentado con piernas larguísimas y una peluca; una creación de Rebecca Ackroyd. “Me gusta el riesgo, es lo más bonito del arte, que rompan con el lenguaje tradicional, que me parece aburrido. El instinto está en jugar, arriesgar, que sea entretenido para el coleccionista y para la persona que llega, para el intelectual, para el caminante, para el estudiante”, lo define.
Ella misma resume Naranja de sangre (Kehrer) con una imagen mental: esa fruta de la que brota sangre tiene una equivalencia animal. “Al mismo tiempo, tiene una relación con el sacrificio humano. En mi cultura, los aztecas y los mayas lo hacían para elevarse a los dioses”, añade. Considera que es una muestra de la exasperación frente a un mundo cruel e hipócrita, que corta y doblega. Frente a ese ahogo, su idea de libertad nace de matar al padre y a la madre.
Ese desarraigo provoca heridas. “Hablo de una historia que termina siendo terrorífica”, sostiene, y se hace material entre las páginas de uno de los ejemplares. Aparece una mano con dedos de patas de cangrejo o una mujer de piel rojiiza dentro de un lago azul. Son fotografías y creaciones artísticas tomadas a partir de 2018, cuando llegó a Madrid porque ganó la beca Descubrimientos del festival PHotoEspaña. “Venía muy quebrada por dentro, no solo con mis sentimientos, también con el cuerpo, por esta separación con toda la gente que conocía y con la cultura”, rememora.
El recuerdo era vívido y más doloroso, porque seguía hablando el mismo idioma, así que decidió volar a los países más alejados de su cultura: Dinamarca, Noruega, Islandia o Suecia. Fue un viaje también dentro de ella misma que se puede contemplar en su publicación. Por esa necesidad de alejarse, aprendió francés —”en los bares”— y ahora tiene sus estudios repartidos en tres lugares: Bretaña, México y Madrid.
Y es que el fin de su trabajo es perder la comodidad. Llegó de México con una carrera de Ciencias Políticas y una fractura; estaba desconectada del mundillo cultural. “Europa es como un país gigante. Empecé a sentirme como un oso que cogía salmones. Pasé de ser lo árido, lo que no se entendía, a descubrir muchas voces”, sostiene, y asegura que le preocupaba “volverse débil”. “Hoy día camino a las cuatro de la mañana hacia casa y no me pasa nada... A mí lo que me gustan son los monstruos. Y me salen tentáculos en la noche”, bromea. Detrás de sus frases quiere mostrar que lo que verdaderamente le remueve “es el arte que se sirve del artista; de su sangre, de sus huesos y sus pulmones para que viva la pieza”. En su caso le ha dado tres beneficios: salud mental, autoconocimiento y sentido del humor.
El mundo del arte es un ritual
Después de media hora de camino, llega a la obra de Sabrina Amrani, un cartel donde se lee un verso del cantante de música urbana Bad Bunny: “Ella perrea sola”. Ambrossio se hace una foto frente a las letras. “Sintetiza lo que quiero del arte, te lo tienes que pasar bien”, apunta. Además de esas sensaciones, defiende que es necesaria una educación: “Terminamos estudiando un montón de una forma u otra, pero no existe un shot de heroína más importante que vivir en el mundo de la cultura”.
El pelo rojo de la famosa galerista Juana de Aizpuru brilla en todo el pabellón. Está sentada y se maquilla los ojos frente a un espejo de mano, junto a una cámara de televisión que aún no la graba. “Parece una performance viviente porque va muy recargada. Me gusta esta gente que se entrega a este papel, la gente se viste para venir a ver arte, como si fuera una boda”, reflexiona la mexicana. Se dirige a la salida con ese pensamiento: “El mundo del arte es un ritual. Oye, eso es un buen titular”.
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