Raffaella
Nada hay más anticoronavirus que la cantante italiana. Por eso nos ha entristecido tanto su muerte, ahora que parecía que volvíamos a la vida de antes
En el calentamiento previo al partido de la semifinal de la Eurocopa, los jugadores de Italia, antes de enfrentarse a España, homenajearon a Raffaella Carrà, fallecida un día antes, poniendo alguno de sus temas para animarse. Después nos ganaron. Dirán ustedes que no fue por eso. Pero vete a saber. Los periodistas deportivos italianos, según apunta Daniel Verdú en su crónica, comentaban: “Ellos, los españoles, tienen el tiki-taka. Nosotros el Tuca tuca de Raffaella”. Y llevaban razón.
No sé por qué nos entristeció tanto su muerte. Tal vez porque parecía que ya, vacunados muchos de nosotros, con el virus aparentemente controlado y el verano aquí, con la posibilidad de pasear por la calle sin parecer un bandolero o un cirujano, por fin divisábamos la vida de hace un año y medio abriéndose paso hacia nosotros. Faltaba poco, nos decíamos unos a otros, para volver a lo de antes. Y Raffaella Carrá, con sus canciones pegadizas de fiestas y amantes, con sus estribillos autosuficientes (“Rumooore, nananaaaana”) y la alegría pura sin más ―y sin menos―, pertenecía por entero a la vida de antes. Nada hay más anticoronavirus que Raffaella Carrá.
Pero en la misma semana en que ella ha muerto los japoneses han decidido que los Juegos Olímpicos se disputen sin público debido a que en ese país suben los contagios, los franceses recomiendan no viajar a España por lo mismo y la incidencia (ese palabro) se dispara entre la franja de población más joven, precisamente por ir a las fiestas a las que recomendaba ir y juntarse con los amantes y los amigos con los que recomendaba juntarse nuestra querida Raffaella. La vida de antes se aleja de nuevo. Y la gente, según veo en Madrid, sigue llevando en la calle la mascarilla de bandolero o cirujano, porque no se fía de este virus cenizo que no acaba de irse, como el pariente pelma que tarda una eternidad en decir adiós y dejarnos en paz.
La gente, según veo en Madrid, sigue llevando en la calle la mascarilla de bandolero o cirujano, porque no se fía de este virus cenizo que no acaba de irse, como el pariente pelma que tarda una eternidad en decir adiós y dejarnos en paz
En la etapa más triste de su vida, la mejor fadista de todos los tiempos, la lisboeta Amália Rodrigues, se refugió en un apartamento de Nueva York y para sacudirse la nostalgia, la pena y la depresión ponía en el televisor películas antiguas de Fred Astaire que veía repetidas constantemente, en un bucle sin final y sin cura. No sé qué parte del pasado quería conjurar Amália, qué vida quería olvidar o recordar mirando sin parar las piruetas irreales y los pasos mágicos de claqué de Fred Astaire, pero a lo mejor acertó. Tal vez lo apropiado sea encerrarse en casa, olvidarse de lo de afuera, desenchufar la radio, poner el móvil en modo avión, dejar de leer noticias del virus, y esperar a que pase todo y vuelvan los inocentes días de antes, tarden lo que tarden, viendo cantar y bailar en youtube a Raffaella Carrá.
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