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El malagueño que conquistó Madrid un día de nieve

Retrato íntimo de Pablo López, que afronta seis conciertos seguidos en la ciudad que desde 2013 le acoge e inspira

Pablo López momentos antes del concierto en el Teatro Rialto en la Gran Vía.
Pablo López momentos antes del concierto en el Teatro Rialto en la Gran Vía.Kike Para (EL PAÍS)

Hay algo en lo que Pablo López es casi tan bueno como delante de las teclas blancas y negras del piano: memorizando fechas. Y en esto no hay trampa, ni recordatorios del Facebook, ni agenda digital. En realidad, con este malagueño de 37 años no hay margen para la mentira: por eso es tan intensito –el adjetivo se lo atribuye él mismo– en sus discos como en el cara a cara. “Soy obsesivo con las fechas relevantes de mi vida”, se sincera. “Y por suerte ya llevo unas cuantas”. Pero quizá ninguna sea tan importante como el 1 de marzo de 2013. El día que, junto a un gigantesco camión de mudanzas, cubrió el trayecto entre Fuengirola y Madrid para instalarse en una buhardilla de la calle de Navas de Tolosa, a un paso de la plaza del Callao.

De aquella andaba solo, sin novia, familiares o algún amigo que pudiera echarle un cable en la ciudad. “Tenía una audición para [la discográfica] Universal en la sala Búho Real. No sabía qué iba a ser de mi vida. Todas mis pertenencias se apilaban en cajas sin desembalar. Pero abrí el ventanal del tejado, divisé la silueta del edificio de Telefónica, escuché el bullicio, las sirenas de policía, y pensé: ‘Tío, has tocado techo”.

Aquella noche, Pablo apartó el plástico de un extremo del sofá, se acurrucó de cualquier manera y durmió como un bendito. Acababa de caer sobre la capital una nevada extraña, copiosa y tardía, y él quiso interpretarla como una señal favorable de los cielos. “Yo es que soy un tonto de la nieve”, se ríe, entre divertido y avergonzado de ese niño que le sigue habitando dentro. “Cuando lo de la Filomena, iba por la calle saludando a las unidades militares, muy agradecido y educado. Pero les acababa diciendo: ¡Hombre, tampoco hace falta que os deis tanta prisa!”.

Hoy, como en aquel marzo imborrable de hace ocho años, también ha dormido a pierna suelta nuestro protagonista. El martes regresó prontito a su piso —ahora vive por el Paseo de la Habana—, aplicando mucha más prudencia de la que sugieren los tópicos sobre la vida bohemia y esos pelos suyos, eternamente alborotados. Incluso se ha concedido una siesta generosa después de la comida casera que le ha preparado mamá. A fin de cuentas, nos lo encontramos inmerso en sus seis noches consecutivas de conciertos en el Teatro Rialto, con todo el papel vendido desde hace semanas. 4.398 personas entregadas al fervor hacia uno de los compositores más enfáticos y temperamentales del pop español. Y en plena Gran Vía, precisamente: el epicentro del sueño de ese chavalín malacitano al que le fascinaba el ulular de las sirenas.

Hay más parte de mi hogar en ‘Breakfast in America’, el álbum de Supertramp, que en el piso de Fuengirola

No es broma. López es divertido, guasón, jovial y dicharachero, pero habla muy en serio. Solo en algo puede mostrarse más apasionado aún que en su música: hablando sobre música. Lo hace con la vehemencia cabal de quien siente que su vida entera podría encapsularse en esas planchas de vinilo de 12 pulgadas que giran sobre el tocadiscos a una velocidad uniforme de 33 revoluciones por minuto. “Hay más parte de mi hogar en Breakfast in America, el álbum de Supertramp, que en el piso de Fuengirola”, sentencia. Ha mamado desde chiquillo la cultura del elepé. Y estos días de concierto, con su madre y una tía paterna instaladas provisionalmente en casa, ha revivido aquella infancia en que ningún juego era tan excitante como la ceremonia de desenfundar los discos. Hoy, mientras él dormitaba, las dos iban alternándose frente al giradiscos. La tía se ha decantado por Jazz, de Queen, y The dark side of the moon, aquella enormidad de Pink Floyd. La madre, por Serrat y un recopilatorio de los Beatles.

Yo me mantengo en mis 13. Todo lo que sale de mis dedos es algo que habré aprendido en el tramo de la historia de la música entre los Beach Boys y Paul McCartney

Tales fueron, desde siempre, sus alimentos predilectos: vitamina (o melomanina, una palabra que deberíamos homologar) en vena. “Yo me mantengo en mis 13. Todo lo que sale de mis dedos es algo que habré aprendido en el tramo de la historia de la música entre los Beach Boys y Paul McCartney”. Conocer en persona al de Liverpool sería, ahí donde le ven, la mayor de sus ilusiones. Le entran los nervios solo con pensarlo. “Le he visto docenas de veces en directo. En dos ocasiones surgió la posibilidad de que lo teloneara y me negué en redondo. Me parecía una osadía. Pero un día, tras tomar un par de güisquis, reuniré el valor suficiente para acercarme”. ¿Qué le preguntará? “Nada. Solo querría darle las gracias. Un tipo que ha derrochado tanta belleza merece el mayor de mis agradecimientos”.

Pablo López tocando el piano momentos antes de su concierto en el Teatro Rialto.
Pablo López tocando el piano momentos antes de su concierto en el Teatro Rialto.Kike Para (EL PAÍS)

La conversación transcurre frente al piano —“por si alguna pregunta la tengo que contestar con música”—, en pleno escenario, un par de horas antes de que el público abarrote la sala. El autor de El patio, El mundo o Unikornio suma a estas alturas una década larga de trayectoria, cuatro discos propios y un puñado de canciones para otros artistas, erigido ahora en el nuevo compositor fetiche de Raphael. La veteranía se traduce en un cierto sosiego. “El miedo escénico sigue estando ahí pero se ha travestido, es algo así como el colesterol bueno”, se sonríe. No siempre ha sido así. La escenografía de esta nueva gira, Mayday & stay, gira en torno a una gigantesca jaula de neón que acorrala a Pablo y sus tres músicos acompañantes. Y la idea, que proviene de Ricardo Yago y Armand Martín, los dos colaboradores más estrechos del músico, encierra –y nunca mejor dicho– un profundo significado simbólico.

Sé bien lo que es sentirse enjaulado. Me sucedió en plena gira ‘Santa Libertad’, con conciertos siempre en pabellones. Empecé a sentir, cada vez con mayor intensidad, que cuanta más gente había a mi alrededor, más solo me sentía yo. Y acabé encerrado y enjaulado dentro de mí mismo

“Yo sé bien lo que es sentirse enjaulado”, asume Pablo López con un suspiro. “Me sucedió en plena gira Santa Libertad [2018-19], que comprendía más de un centenar de conciertos, siempre en pabellones. Y empecé a sentir, cada vez con mayor intensidad, que cuanta más gente había a mi alrededor, más solo me sentía yo. Y acabé encerrado y enjaulado dentro de mí mismo”. Pablo siempre habla con pulso sincero, ya lo decíamos, pero esta vez su torno se ha tornado grave. “Terminé en la caverna más profunda, en las minas de mi propio ser. Algunos lo llaman depresión. Yo no me atrevo a precisar la dimensión clínica, pero no entendía ciertas cosas y me atenazaban el miedo, la desconfianza. Cosas de mi propia sensibilidad como artista y persona, supongo”.

—¿Hay algo convencional en usted? ¿Algún ingrediente de su personalidad en que se atenga a la norma, a lo común?

—Claro, en todo lo relativo a la condición de sapiens. Puedo reconocerme egoísta en ocasiones. Puedo ser celoso, aunque me agrade el trato con la gente. No soy carne de gimnasio, pero soy presumido y me gusta verme guapo. Tenemos que asumir las singularidades de nuestra propia especie para sobrevivir. No sé, los perrillos, por muy listos y adorables que sean, no se comen el coco con estas cosas…

—¿Tiene usted perro?

—No, un gato gigante. Bueno, más bien me tiene él a mí. Se llama Pasapuré. Pasa, para los amigos.

Pablo López y su banda ensayando unos momentos antes de su concierto en el Teatro Rialto.
Pablo López y su banda ensayando unos momentos antes de su concierto en el Teatro Rialto.Kike Para (EL PAÍS)

Falta una fugaz y postrera puesta a punto en el sonido justo antes de que se abran las puertas en Gran Vía 54 y una hinchada intergeneracional, heterogénea, vaya ocupando sus localidades. Pablo repasa un pasaje difícil, esboza unas notas de The fool on the hill (McCartney, siempre McCartney), introduce una cita de Breakfast in America en una canción propia, reta a sus músicos a que toquen una pieza de Sting en un endiablado compás de cinco por cuatro. Y aguarda a que el reloj marque las nueve sin ningún ritual en particular, entreteniéndose con su hermano, el pinchadiscos y productor Luis López, en repasar la actualidad informativa.

Madrid es la chica más inspiradora del mundo

“Sé que a los fans no les resultará particularmente glamuroso, pero lo último que hicimos ayer, justo antes de empezar el primero de los seis conciertos consecutivos, fue ver un reportaje sobre todo esto del procès…”, concluye. Ajenos a esta confesión, los seguidores desfilan ya por el patio de butacas con la excitación propia de los reencuentros largamente acariciados. Madrid —”la chica más inspiradora del mundo”, dice López— se abrasa con la crudeza implacable de este verano sobrevenido, pero el malagueño de las grandes intensidades emocionales siempre la recordará como la ciudad que le recibió con un gran abrazo de nieve.

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