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Emilia Pardo Bazán, cronista de Madrid

La capital le permitió desarrollarse como escritora, por eso aparece constantemente en su obra

Retrato de Emilia Pardo Bazán pintado por Joaquín Sorolla en 1913.
Retrato de Emilia Pardo Bazán pintado por Joaquín Sorolla en 1913.

“Por ley natural, la poca o mucha vida literaria española hay que buscarla en Madrid”, escribió Emilia Pardo Bazán hacia 1906. Tenía 55 años y estaba prácticamente afincada en la capital, que satisfacía plenamente sus necesidades literarias y sociales. Gallega de nacimiento, sus padres y ella empezaron a pasar los inviernos en la ciudad siendo Emilia muy niña. Fue mediopensionista en un colegio atendido por profesoras francesas que, según el estudioso Carlos Dorado –compilador de una obra que recoge sus crónicas madrileñas: Hablando de Madrid–, pudiera ser el de las Damas de Monteuil, situado inicialmente en el número 17 del Postigo de San Martín. Recuerda Pardo Bazán en sus Apuntes autobiográficos los puestos de la Plaza Mayor, los paseos por el Retiro y un eclipse de sol que se produjo el 2 de enero de 1862.

A partir de 1869, casada ya con José Quiroga, se instaló en Madrid por largo tiempo gracias al nombramiento de su padre, José Pardo, como diputado por La Coruña. Se alojó en el Hospedaje del Casino, en el número 29 de la Carrera de San Jerónimo. A principios de los setenta del siglo XIX, la ciudad evolucionaba: comenzaban las obras del Ensanche, se construía el Viaducto; llegaba el tranvía, al que le dedicó un cuento en el que leemos: “¡Ah, qué alegre el domingo madrileño, qué aristocrático el tranvía a aquella hora en que por todas las casas del barrio se oye el choque de platos […]!”. También abrió por entonces, en la calle Alcalá, el Café de Fornos, un rincón frecuentado por la escritora, que gustaba de la vida social y cultural madrileña: tertulias, estrenos en el Teatro Español, en el Real, en el Eslava; conferencias en el Ateneo… La noticia del asesinato del general Juan Prim, en diciembre de 1870, le llegó mientras bailaba en el salón del Veloz-Club, en la Plaza de las Cortes. Llevaba una vida intensa llena de compromisos, rodeándose de intelectuales y amigos de la alta sociedad madrileña. E iría ganando una sorprendente popularidad.

Su fama de transgresora y rebelde contribuyó bastante. Nunca le importaron demasiado las críticas, como quedó demostrado tras la publicación, en 1883, de La cuestión palpitante, una obra prologada por Clarín que reunía los artículos que había ido publicando acerca de Émile Zola y el Naturalismo francés. Los más conservadores consideraban la literatura francesa del momento casi pornográfica, por lo que el hecho de que una mujer profundizara en ella causó gran polémica e incluso rechazo por parte de algunos intelectuales como Marcelino Menéndez Pelayo. Aunque determinados críticos niegan que el Naturalismo llegara a España, casi todos coinciden en que Pardo Bazán fue la escritora española que más se acercó a sus presupuestos, debido al análisis psicológico de los personajes que encontramos en sus novelas y a que los caracteres de estos aparecen determinados por dos factores: el medio y la herencia genética. Así ocurre principalmente en La tribuna (1883), Los pazos de Ulloa (1886) y su continuación: La madre naturaleza (1887).

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También en su vida personal rompió con muchos estereotipos. Tras separarse amistosamente de su marido en 1883, empezó a pasar temporadas más largas en Madrid, donde inició una relación sentimental con Benito Pérez Galdós. Mucho se ha hablado de esta pareja recientemente, sobre todo desde el descubrimiento de una parte de la correspondencia entre ambos, que refleja una relación apasionada y de mutua comprensión en lo intelectual. Aunque el romance solo duró unos años, la amistad se mantuvo a lo largo de sus vidas. Galdós fue su maestro en lo popular y castizo. Recuerda Emilia que él la llevaba por los suburbios madrileños para que se empapara de esa chulería que tan bien retrataría después en sus novelas. Fue así como la coruñesa, que en un principio rechazaba algunas expresiones populares madrileñas, tales como el organillo, acabaría empatizando con ellas, a pesar de que mantuvo siempre una visión conservadora que chocaba con su activismo feminista y su tendencia a la transgresión de las normas.

Su creciente atracción por lo castizo la llevó, por ejemplo, a desfilar junto a sus hijas en una carroza de la cabalgata de Carnaval en 1899. Unos años antes, alguien había triunfado en otra celebración de Carnaval disfrazándose de la mismísima Emilia Pardo Bazán. Y es que llegó a ser una auténtica celebridad en el pueblo madrileño, así como en los círculos intelectuales de la ciudad. Se convirtió en la primera mujer que ocupó la presidencia de la Sección de Literatura del Ateneo de Madrid y que obtuvo una cátedra en la Universidad Central, aunque su candidatura a la Real Academia Española fue rechazada debido al machismo imperante.

La Gran Vía, las corridas de toros, las romerías, el verano madrileño, la horchata, la delincuencia callejera, las fiestas de Carnaval, la Semana Santa o el Rastro, son algunos temas que aparecen en su obra.

Madrid le permitió desarrollarse como escritora, por eso aparece constantemente en su obra; también en sus crónicas periodísticas. Los temas resultan de lo más variopintos: la Gran Vía, las corridas de toros, las romerías, el verano madrileño, la horchata, la delincuencia callejera, las fiestas de Carnaval, la Semana Santa, el Rastro, etc. Incluso hay algunos artículos dedicados a crímenes, entre los que destaca el de la calle Fuencarral, escrito tras presenciar en la Cárcel Modelo de La Moncloa la ejecución de la presunta asesina.

Sus crónicas madrileñas representan, para el lector de hoy, una deliciosa máquina del tiempo, del mismo modo que puedan serlo las novelas galdosianas. Sin embargo, a cien años de su muerte, acaecida el 12 de mayo de 1921, su faceta de cronista –como tantas otras– todavía debe ser reivindicada. Pardo Bazán conquistó Madrid y la ciudad la conquistó a ella. Llegó a poseer dos casas en la capital: la de la calle San Bernardo 37 –actualmente, 35–, que fue su hogar durante veintiséis años, y el Palacete de Pozas, en el número 33 de Princesa, su última residencia, cerca de la cual puede contemplarse la estatua que la homenajea desde 1926, obra de Rafael Vela del Castillo. Realmente, vale la pena asomarse a “la belleza propia de ese Madrid que ella, como buena gallega, negaba al principio y, por último, vino a reconocer”.

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