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BOCATA DE CALAMARES
Columna
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Inventario de lugares para llorar

La ciudad, tan inhumana, no está preparada para el llanto, aunque la mascarilla ayuda

Una mujer lleva una mascarilla con lágrimas bajando por las mejillas
Una mujer lleva una mascarilla con lágrimas bajando por las mejillaspicture alliance (dpa/picture alliance via Getty I)
Sergio C. Fanjul

Me dieron ganas de llorar bajando la calle Embajadores: una presa en mi entrecejo a punto de quebrarse y anegar los pueblos de la comarca. Me sentí cómodo: llevaba mascarilla, las gafas empañadas y la capucha por la llovizna. El llanto callejero podía suceder esta vez en una privacidad bastante aceptable: yo estaba en el mundo pero separado del mundo. Podía llorar a salvo de las miradas ajenas, llorar, incluso, de manera arrebatada, inundar las veredas y los paseos, y salvarme, a nado, de mi propio llanto, como decía Oliverio Girondo. Ahora no sabemos si la gente lleva los labios pintados, si le faltan dientes, si se le caen los mocos, si van a quemar contenedores. Tampoco si está llorando.

Como sobrevivimos en una sociedad deshumanizada, el llanto se ve como signo de debilidad y, si se da en el espacio urbano, como muestra de locura. El que llora: el outsider, el cenizo, el desequilibrado, el exhibicionista, el loco. El otro día vi a una joven pelirroja llorando en el metro, agarrada con fuerza a la barra amarilla, y no supe si acercarme a consolarla o alejarme corriendo, no fuera a apuñalarme. Uno tiene ganas de llorar y busca los rincones ciegos de la urbe, callejones, esquinas apartadas de los parques, aseos de las estaciones de autobuses, marquesinas ventosas, rotondas periféricas. Entonces uno piensa en un pato cubierto de hormigas o en esos golfos del estrecho de Magallanes en los que no entra nadie, nunca, como sugería Cortázar.

Llorar en público es pornográfico. La ciudad es el lugar adecuado para trabajar y consumir (que es trabajar en el tiempo libre), pero no para cuidar y mucho menos para llorar

Llorar en público es pornográfico. La ciudad es el lugar adecuado para trabajar y consumir (que es trabajar en el tiempo libre), pero no para cuidar y mucho menos para llorar, que es lo que pasa cuando te descuidas o te descuidan. El periodista Dani Keral, ya en prepandemia, cuando no había tanta desesperación, creó un mapa de los mejores lugares para llorar en Madrid, se puede ver en Internet. Entre ellos se encuentra la sala 206 del Reina Sofía, el parque de las Siete Tetas, el café Barbieri o el parque de la Cuña Verde.

Son pocos, como los lugares propicios al amor de Ángel González: “El invierno elimina muchos sitios: /quicios de puertas orientadas al norte, / orillas de los ríos, / bancos públicos. / Los contrafuertes exteriores / de las viejas iglesias / dejan a veces huecos / utilizables aunque caiga nieve”.

La época acompaña al llanto de modo que, igual que nos preparamos (es un decir) para grandes crisis y catástrofes venideras, también deberíamos prepararnos para llorar: hidratarnos, llevar pañuelos suaves, que no irriten los ojos ni las aletas de las narices, y esprai nasal para las congestiones. Excusas por si nos encontramos con amigos demasiado curiosos. Pero, sobre todo, deberíamos habilitar espacios en las ciudades (y en nuestros pechos) para albergar el llanto, “en este tiempo hostil, / propicio al odio”.

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Sobre la firma

Sergio C. Fanjul
Sergio C. Fanjul (Oviedo, 1980) es licenciado en Astrofísica y Máster en Periodismo. Tiene varios libros publicados y premios como el Paco Rabal de Periodismo Cultural o el Pablo García Baena de Poesía. Es profesor de escritura, guionista de TV, radiofonista en Poesía o Barbarie y performer poético. Desde 2009 firma columnas y artículos en El País.

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