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BARRIONALISMOS
Columna
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Vivir entre comillas

El coronavirus nos ha traído importantes dosis de ansiedad, nerviosismo y temor

Ilustración sobre el estrés.
Ilustración sobre el estrés.Ponomariova_Maria

A estas alturas ya no pienso tanto en el “qué”. Que sí, que el “qué” es terrible, porque provoca malestar y muertes, no solo las propias de la dolencia, sino también las derivadas de la falta de atención y revisión de todo aquello que no fuera COVID19, especialmente en los momentos más duros de atasco hospitalario. Y las muertes, a su vez, esas muertes sin despedida y que no han podido ser lloradas en grupo, generan el tipo de padecimiento de cuando no duele nada en el cuerpo pero sí en el alma. Y sin ir tan lejos, aun cuando no se han producido pérdidas cercanas, el coronavirus nos ha traído importantes dosis de la ansiedad, el nerviosismo y el temor que nos ronda solo de pensar que nuestros seres queridos puedan enfermar. O nosotros mismos.

Con todo, lo he asumido. Me he resignado a vivir en tensión, a dormir con un ojo abierto, a que en los informativos, ahora más que nunca, todo, absolutamente todo menos el “happy end” del cierre, sean malas noticias. Supongo que eso es lo que tienen las pandemias. No obstante, el problema, repito, ya no es solo ese “qué” al que me he acostumbrado, para mí, lo que se ha convertido en obsesión es el “cuándo” que precede a un montón de cuestiones: cuándo estará lista la vacuna; cuándo será segura; cuándo se acabará este infierno; cuándo podré dejar de usar el gel de manera compulsiva o cuándo podré pasear sin mascarilla… El “cuándo” podrían ser los prismáticos que nos permitieran ver la luz al final del túnel. En la actualidad, parece tan lejana que ni se adivina o quizá está más cerca de lo que imaginamos. La cosa es que no lo sabemos, dado que no hay un “cuándo”.

Aquí no tenemos ni idea de cuánto tiempo tendremos que estar haciendo fuerza y, por tanto, nos resulta difícil dosificar la intensidad del esfuerzo

Tendemos a organizamos con plazos. La mayoría de las personas, especialmente en el Norte global, funcionamos así, caminando hacia las líneas de horizontes próximos o distantes que son las fechas. Si nos dicen que vendrán cinco años difíciles, apretamos los dientes, los puños y el culo y lo afrontamos, pero es que aquí no tenemos ni idea de cuánto tiempo tendremos que estar haciendo fuerza y, por tanto, nos resulta difícil dosificar la intensidad del esfuerzo. Lo cierto es que desconocemos cuándo concluirá la pesadilla que nos trajo el 2019, que campa a sus anchas por el 2020 y que le tira los tejos al 2021, gracias a unas dosis de autoconfianza más que merecida a tenor de los estragos que ya ha dejado.

Las generaciones futuras, cuando echen la vista atrás, simplemente hablarán de números, y ya está. Lo considerarán un periodo mínimo que, sin embargo, en el durante, se está haciendo eterno. Me recuerda a la forma en la que vivía yo las clases de matemáticas o las de historia. En las primeras, los minutos parecían horas y, en cambio, en las otras, pasaba el tiempo volando. En ambos casos duraban cincuenta minutos.

Puede que sea esto lo que está generando un desazón social generalizado. Tenemos que aprender a vivir sin echar de menos algo que no sabemos cuándo ni cómo va a volver, ni si va a volver. Sí, vivir, aunque sea entre comillas.

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