¿Me abres?
A veces traen comida a domicilio, otras vienen a recoger paquetes, siempre me traen libros
Están presentes en mi vida. Vienen a mi casa prácticamente todos los días y casi siempre suelen traerme sorpresas. Cuando son malas noticias, lo intuyen y me sonríen con complicidad en los ojos. Manolo no pregunta, pero conoce los remitentes y maldice a quien haga falta. «Ya les vale a estos cabr…», suelta. Y yo, si no fuera tan tímida, le chocaría los cinco. Un día me trajo un fanzine del barrio en el que había participado con un poema. Me lo escondió rápidamente entre dos paquetes y, mientras se cerraba el ascensor y se colocaba el cigarro en la oreja, me dijo: «Eso es un regalo de mi parte». No es un tipo que espere una contestación o un intercambio. Por eso es mi cartero favorito. Por eso y porque aunque no traiga nada para mí siempre llama a nuestro piso porque sabe que le vamos a abrir.
En mi anterior casa, la cartera nunca subía si no era necesario. «Nena, te lo dejo en el ascensor, el tuyo era el primero, ¿no?». Y a mí, que soy de esas que aprovecha las cenas con amigos para que al marcharse tiren la basura o bajen a mis perros, me sigue pareciendo una auténtica genia.
Los repartidores forman parte de mi vida. A veces traen comida a domicilio, otras vienen a recoger paquetes, siempre me traen libros. Hay días que vienen con cartas, otros con regalos. Son los que me acercan mis recambios médicos de manera puntual, los que llenan mi casa de ramos de flores los días importantes, los que me permitieron sentirme un poco más cerca de mi hermana el día que no se pudo casar porque el mundo estaba confinado. También son los que me traen los primeros ejemplares de mis libros antes de que salgan en librerías y los que hacen posible que el contacto con mis amigos de América Latina no sea solo virtual, sino tangible y material.
Son pacientes, muy pacientes. Nadie les avisa si estamos en casa o no, pero no protestan si tienen que venir dos veces. Alguna mañana los veo en el portal y echo a correr antes de que se vayan. Y ellos me esperan, me sonríen y se marchan con prisa. Se conocen el barrio, los establecimientos, los portales. Conocen a los vecinos mejor que los propios vecinos.
A veces vienen empapados en agua y otras en sudor. En casa siempre les ofrecemos una toalla y un vaso de agua. Ellos son los que se arriesgan para que los demás no nos arriesguemos y no debemos olvidar que cuando leemos “no salgas, envíamos a casa” lo que en verdad está diciendo es “hay alguien cuyo trabajo es salir de casa para ir a la tuya, incluso en plena pandemia”. Quizá de ese modo podamos dedicarles un rato de amabilidad, un saludo cariñoso, una propina cuando se pueda, apoyo en la justicia de sus luchas.
Madrid me mata.
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