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MADRID ME MATA
Columna
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Madrid (no) es de todos

No es cierto que la ciudad acoge a todo el mundo por igual

Imagen del vídeo grabado durante la agresión racista en el metro de Madrid.
Imagen del vídeo grabado durante la agresión racista en el metro de Madrid.
Elvira Sastre

Nunca he mirado a alguien y lo primero que he visto ha sido su raza. Cuando era pequeña, mi amiga Rubí era Rubí, no era la rumana. Christian tenía un acento distinto, pero Ecuador era solo su país de nacimiento y no su cartel de presentación. Aprendí que Sofía era la capital de Bulgaria porque Drago era de allí, pero eso solo fue un truco nemotécnico y en ningún caso algo que le hiciera diferente. Con pocos años, les miraba y lo único que veía era a niños luchadores, tristes en algunas ocasiones, pero conscientes siempre. Nunca aprecié la distancia entre nosotros porque nunca nadie nos situó en lugares distintos, pero ellos ya venían de otro lugar, uno que te marca cuando debes dejar tu país y que te convierte en una persona con una visión injusta del sacrificio. Creo que tardé en entender de dónde venía todo aquello: su manera de comportarse tan complaciente, la voz quieta de algunos, la rabia contenida de otros. Pienso en ellos ahora como niños e imagino la complejidad del asunto, y me pregunto si alguna vez les hicimos daño, si pudimos hacer algo más por ellos y no ocurrió, si supimos leerles por dentro y no quedarnos solo con la historia de fuera.

No he podido ver el vídeo de la agresión racista en el Metro de Madrid. No por la violencia y crueldad de las agresoras –a eso ya estamos todos acostumbrados–, sino por el dolor que rezuma en el vídeo, un dolor absoluto y punzante que se convierte en una especie de neblina persistente: el dolor de los agredidos, que reciben los insultos casi sin sorpresa, que asumen el ataque como si fuera uno más. Debemos condenar la agresión, pero debemos hacernos cargo también del dolor provocado, de la emoción partida. Algunos de nosotros seremos afortunados y no llegaremos nunca a empatizar con una situación semejante porque la vida nos ha colocado en un lugar más afortunado, pero no podemos clamar el amor por esta ciudad, ese Madrid es de todos y todas, la ciudad que acoge a todo el mundo cuando eso no es cierto. No lo es.

Algunos medios y políticos exponen la raza antes que el nombre. Con eso lo que consiguen es que nosotros, en la calle, veamos razas y no nombres. La manipulación es sutil, el cambio es lento, es un proceso estudiado. Nada queda ya en nosotros de esos niños limpios que veían el mundo del mismo color. Nos están convirtiendo en seres individuales que ven molinos donde solo hay gigantes y viceversa. Nuestras manos están vacías y ellos se encargan de ponernos fantasmas en ellas para que creamos que algo nos pertenece.

Y no. Lo único que nos pertenece es el dolor que causamos en el otro y si no hacemos algo, pronto, nos va a arrastrar y cuando queramos darnos cuenta nos habremos convertido en esas personas que negábamos ser. Hagámonos todos cargo de él: es demasiado grande para uno solo.

Madrid me mata.

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