Viaje al Meaques
Contra la apariencia agreste, la Casa de Campo, el mayor parque urbano del mundo, es un jardín meticulosamente cultivado
Si los parques madrileños fuesen un templo, Luciano Labajos oficiaría de sumo sacerdote. No existe nadie mejor preparado que este maestro jardinero con 30 años de experiencia en el Ayuntamiento para responder a la más compleja de las preguntas: ¿por dónde empezar? Tras una breve pausa, apunta al suroeste: “Nos vemos a las 9:00 en la boca de metro de Casa de Campo”.
Bajando desde la estación hacia la ribera del arroyo Meaques, donde dicen que permanece enterrada la mítica Miaccum de la crónica romana, la primera revelación es la más grande. Contra la apariencia agreste, la Casa de Campo, el mayor parque urbano del mundo, no es un resabio del gran bosque mediterráneo del que informó Estrabón, sino un jardín meticulosamente cultivado desde el día en que Felipe II se asomó al Alcázar y decidió que en el páramo yermo que se extendía más allá de la finca de los Vargas había que plantar árboles.
En las antípodas del racionalismo formalista de Versalles, el gran parque madrileño disimula la mano del hombre.
Después de mil años de guerra ininterrumpida, Castilla era un país desolado. “Todo esto era un secarral”, dice Labajos, señalando las fresnedas, los pinares y los chaparros. “En el siglo XVI se hizo una gran actuación paisajística que reconstruyó la biodiversidad. Unos árboles se plantaron y otros se regeneraron. Porque esto tenía vocación de monte”.
En las antípodas del racionalismo formalista de Versalles, el gran parque madrileño disimula la mano del hombre. Más que un jardín creado, la Casa de Campo fue un jardín estimulado. Precursor del jardín inglés dos siglos antes de que Alexander Pope exhortara a cumplir con el precepto: “El buen jardinero debe tratar a la Diosa [Naturaleza] como una modesta mujer hermosa / ni vestida con excesiva elegancia ni completamente desnuda”.
“Mira una hembra de picapinos”, señala Labajos, que va catalogando especies mientras camina por el sendero que bordea el arroyo. Una esparraguera, un saúco, un endrino, un álamo negro, un brote de lirios, una urraca acosando a un gazapo, una colonia de ánades reales bañándose, un trozo de hormigón que fue un búnker durante la Guerra Civil, cuando el vaso del Meaques, que ahora está cubierto de zarzas, era la retorcida línea del frente.
El búnker guarda la boca del Puente de la Culebra, reliquia barroca del que hasta hace más de un siglo fue parque privado. Como dijo Azaña en 1920: “Los lugares amenos de estos vallecitos carpetanos son del rey”.
Ahora que el rey ha cedido terreno vale la pena disfrutarlos.
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