El laberinto de la salud mental se complica en la calle
Un equipo móvil de 17 profesionales adscritos a la sanidad pública y a los servicios sociales madrileños atiende a las personas sin hogar que sufren problemas psíquicos
Tan pronto lisonjeaba a las clientas como daba coba a sus acompañantes mientras ellas elegían el producto. Alexandra Escribano trabajó durante un lustro tras el mostrador de joyerías y perfumerías, pero ahora rehúye la mirada del desconocido. Aquel don de gentes, aquel saber estar tan expansivo, ha quedado neutralizado por las noches de insomnio, con el corazón en un puño y sudores fríos. Después de sus primeros episodios de ansiedad, Escribano acabó con un comprimido de ansiolítico bajo la lengua y el diagnóstico del psiquiatra de urgencias: ataque de pánico y agorafobia.
“Me rompí, fue como si volvieran de golpe todos los fantasmas del maltrato que sufrí en mi niñez”, evoca a los 37 años, sentada en la sala de estar del Centro Abierto Geranios, un albergue municipal para mujeres sin hogar donde duerme junto a otras 34 usuarias. Aquellos episodios la llevaron a desvelar a sus padres que había sufrido abusos sistemáticos en el entorno familiar, ese círculo casi siempre libre de sospecha. Pero ellos no la apoyaron, cuenta. Y Escribano, demasiado herida para seguir trabajando, acabó sin un techo. Como otros dos centenares de usuarios a los que atendió durante el estado de alarma el Equipo de Calle de Salud Mental, una brigada itinerante de 17 psiquiatras, psicólogos, enfermeros y trabajadores sociales adscritos al hospital Clínico San Carlos, La Paz y a la Consejería de Políticas Sociales.
La unidad trabaja con personas sin hogar que padecen un trastorno mental grave pero no frecuentan la red sanitaria. Del total de usuarios atendidos mientras duró el estado de alarma, 63 pernoctan aún al raso, 98 residen en un albergue y 39 lo hacen en algún piso tutelado. “Estos meses hemos seguido acudiendo a los centros y peinando las calles”, dice la psiquiatra Elena Medina, coordinadora del equipo. El Ayuntamiento de Madrid inauguró casi mil plazas dirigidas a quienes se veían obligados a capear el confinamiento a la intemperie. Dormir en la calle llevaba asociada una multa. “Nunca se había vivido antes un ingreso involuntario masivo en la red de acogida. Eso generó muchos nervios y hubo quien se resistió por miedo a contagiarse en unos espacios que no están diseñados para aislar”, relata Medina.
“Hemos perdido la pista de alguna gente con la que contactamos por primera vez aquellos días. Se instalaron en el pabellón 14 de Ifema o Samaranch, y cuando esos espacios cerraron, volvieron a la calle”, agrega la doctora. Otros, sin embargo, obtuvieron una plaza en mitad de la pandemia. Es el caso de Escribano, que compartía piso con un compañero. Se vieron empujados a abandonar el lugar después de que él perdiera el empleo con el que pagaba la renta. “Me ha costado aceptar que me encontraba en una situación de sinhogarismo”, dice ella, que estudió un módulo de auxiliar de gerontología. En el salón del centro varias mujeres miran absortas la televisión y consultan el ordenador. Otra echa una cabezada sobre la mesa, ya que el dormitorio permanece cerrado hasta la noche.
La institución, gestionada por el Samur Social, carece de cocina. Las internas comen y cenan un bocadillo. Exceptuando el fin de semana, cuando, casi a modo de celebración, se les sirve un menú frío de cáterin. Escribano prepara en el salón los documentos con los que pretende obtener la incapacidad permanente. El trámite burocrático no le impide plasmar en un cuaderno sus inquietudes: “Me preocupa que las mujeres nos juntemos con malas compañías solo para salir del albergue, sobre todo parejas sentimentales. Luego tu vida vuelve a caer en picado sin remedio. Necesitamos ser autónomas emocionalmente si queremos superar este bache”, detalla.
La siguiente parada del Equipo de Calle la constituye otro albergue municipal de régimen abierto ubicado en la calle de Pozas, a los pies del barrio de Malasaña. Aquí residen 30 personas; 5 mujeres y 25 hombres. En una estancia presidida por la televisión, la doctora Medina y el enfermero Arturo Alonso visitan a Yammick. El camerunés de 24 años saltó en 2014 la valla de Melilla y exhibe como un doloroso trofeo la cicatriz en su mano que lo atestigua. Llegado a la capital, se hospedó en casa de un compatriota: “Vivía con su familia en Móstoles, pero el piso resultaba muy pequeño. Tuve que marcharme pronto y dormí una temporada en la calle. Como no conseguía trabajo, empecé a fumar muchos porros. Quería evadirme y sufrí alucinaciones. Pensaba que me perseguían e iban a coserme a tiros”.
— ¿Hablas en pasado? —pregunta la doctora, esbozando una media sonrisa sarcástica.
— De verdad que he dejado de consumir. No quiero volver a la paranoia.
Como en otros muchos casos, a Yammick lo detectó el Samur Social durante sus prospecciones por la capital. Ellos le pusieron en contacto con el Equipo de Calle de Salud Mental, que se estructura en dos equipos. El primero, denominado “de enganche”, se encarga de efectuar un primer acercamiento en la calle a partir del cual trabajar el vínculo y la fiabilidad. El segundo, llamado “de rehabilitación”, comienza cuando el paciente ya reside en un centro y da lugar a la terapia psicológica y el tratamiento farmacológico. “La idea es acercar los recursos sanitarios hasta que la persona recupere la autonomía suficiente como para ir hasta ellos”, resume el practicante.
El dormitorio del albergue se abre a la hora de la siesta. Las camas plegables de loneta azul pueblan cada recoveco, invadiendo incluso los accesos al pasillo. No existe ninguna distancia de seguridad. Roberto Ditta, de 47 años, cuenta que durante el confinamiento se les expidió un permiso especial para “salir a caminar alrededor de la manzana, porque el hacinamiento resultaba insoportable”. Este cubano ha residido media vida en París, hasta que la sastrería donde trabajaba lo despidió y decidió probar suerte en Madrid hace cinco meses: “Acabé durmiendo en la calle de Juan Bravo. El sueño se me alteró con el ruido de los coches y las sirenas. Me puse violento con los demás”.
Así fue a parar a una clínica psiquiátrica, a donde lo condujo la policía. “Cuando mejoré, en medio de la crisis sanitaria, me trasladaron a este albergue”. Cada día Ditta toma de un vaso de plástico un combinado de neuroléptico y ansiolítico. La psicosis, cuenta, está controlada. Aunque a veces le sacan de quicio las “discusiones fútiles” por el cargador del móvil o el canal sintonizado en el televisor. Le gustaría retomar el negocio de la confección, en especial de camisas, cuyas piezas componía con exactitud. Hasta entonces, sus bártulos, junto a los del resto de residentes, se guardan en un taquilla bajo llave: “Los conservamos dentro de bolsas de basura. Menuda metáfora de nuestra vida”.
LA EXCLUSIÓN, ESCUDO FRENTE A LA COVID
El Equipo de Calle tiene su cuartel general en el Centro de Salud Mental del distrito Centro de Madrid. Sin embargo, su modelo de intervención se basa en la “búsqueda activa”, lo cual implica establecer un vínculo con el usuario en su propio entorno. Rafael Fernández, psiquiatra del Hospital Clínico San Carlos y otro de los coordinadores del programa, indica que durante esas salidas han comprobado cómo el porcentaje de personas sin hogar enfermas de coronavirus es inferior al de la población general: “La exclusión social extrema supone un distanciamiento similar al promovido por las autoridades sanitarias y podría resultar un factor protector contra la covid-19”
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