La ciudad domesticada
Antes del virus estaba Madrid demasiado asilvestrada, sin rumbo, agresiva y maleducada: igual ahora nos centramos
Me he imaginado muchas veces a Madrid como una bestia rampante sobre dos patas, con las garras amenazantes y las fauces afiladas. Una vez, incluso, soñé que Madrid no era una ciudad, con sus calles y sus edificios, sino una alimaña que no sé si lograba domesticar, porque el sueño se acaba abruptamente igual que se acaba cuando el avión se precipita sobre el océano.
Con Madrid tenía uno esa negociación entre el domesticador y el domesticado, y no se sabía quién domesticaba a quién, como le decía al zorro al Principito. Ahora definitivamente la ciudad está domada, y falta que hacía, porque antes del virus estaba Madrid demasiado asilvestrada, sin rumbo, agresiva y maleducada: igual ahora nos centramos.
Hay gente que nunca salía a caminar por el mero hecho de hacerlo, que solo caminaban para conseguir algún fin concreto, que habían mercantilizado sus propios pies
La ciudad domada es más amable, sin ruidos, sin especulaciones, sin contaminación. Aun así, nos ha tocado a los ciudadanos salir a hacer uso de la urbe para nuestros paseos y carreras, porque el paseo está forzosamente de moda. Hay gente que nunca salía a caminar por el mero hecho de hacerlo, que solo caminaban para conseguir algún fin concreto, que habían mercantilizado sus propios pies.
Pero así la ciudad no acaba de funcionar: o detenida o a plena vida, pero este término medio es extraño, aunque necesario. Las masas paseadoras parecen actores caminando por un escenario vacío e indiferente, como ese decorado urbanístico de cartón piedra que hay en algunos parques de atracciones.
El primer día salí alegre a pasear y volví decepcionado. Demasiada gente demasiado junta, algunos comiendo pipas y escupiendo las cáscaras con miles de gotículas infectantes. Los hay que se pusieron a hacer botellón. Tristeza a nivel de usuario, propia de los domingos por la tarde. Me dio la impresión de que esto se iba al garete y que nos íbamos a tener que volver a confinar completamente. Yo soy de los que, dadas las circunstancias, prefiero quedarme en casa y ver los paseos de los otros por el balcón, esperando la “nueva Normalidad”.
La ciudad tiene que ser una mezcla de bestia iracunda y fierecilla domada, de ricos y pobres, de tiendas frívolas y edificios ministeriales, de amor y de odio por la propia ciudad, y ahora la ciudad y sus habitantes permanecen inmiscibles, como el agua y el aceite, como ha estado todo este tiempo separada la vida doméstica del espacio público, el miedo de la esperanza, la salud de la enfermedad.
No me gusta pasear por este Madrid raro, me resulta inhóspito. Pasear cuando la ciudad está viva tiene sentido porque uno observa cómo funciona el mundo. Cuando el mundo no funciona, uno solo puede observar a otras personas que observan, y viceversa, ¿qué sentido tienen un flâneur (errante) que mira a otro flâneur? De este modo se genera uno de esos juegos de espejos que crean el infinito, y el infinito es incómodo, como la muerte.
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