Un ramito de tulipanes en la mesilla de noche del abuelo
La florista Sally Hambleton pone en marcha una iniciativa con productores de flores nacionales para llevar plantas a decenas de residencias de ancianos
Era su objetivo, la imagen mental con la que quería quedarse en paz. Pero Sally Hambleton no ha podido cumplir al detalle con ese pequeño gran sueño: colocar un búcaro con un puñado de tulipanes en la cabecera de cada mayor que está en una residencia de ancianos de Madrid. Sus ramitos no han llegado tan lejos. “Se quedan en la capilla, en la entrada, en los puestos de control”, reconoce la florista. “Mi idealización era un frasquito en la mesilla de noche... Yo me pongo en los zapatos de que fueran mis abuelos y que piensen que me he olvidado de ellos... se me abren las carnes”.
Empatía no le falta a la florista, ni ganas de actuar. Aunque los medios no le sobren. Su afamado taller de la plaza de Gabriel Lobo (entre las calles de Joaquín Costa y Príncipe de Vergara), desde el que despacha a diario cuidados centros de flores, en el que organiza eventos, planea espectaculares bodas e imparte cursos, tuvo que cerrar nada más empezar la pandemia. También la tienda online —que, para los ansiosos, ha vuelto a abrir con motivo del Día de la Madre y también con fin solidario—. Pero ella, que lo mismo monta una campaña de recogida de juguetes que un mercadillo navideño, no quería ni podía quedarse con las manos cruzadas.
“Me tuvo paralizada no poder ayudar”, afirma por teléfono sobre cómo vivió los primeros días de coronavirus. “No tengo dinero, no sé cocinar y no sé coser. No soy sanitario. Vendo frivolidad”, resume. Pero entonces, se le iluminó la bombilla. Hubo tres revulsivos. “Una seguidora me mandó un extracto de un libro con un estudio que habían hecho durante 10 meses dos catedráticos en Nueva Jersey acerca de la felicidad que aportan las flores. ¡Yo lo llevo comprobando 17 años!", ríe.
El segundo golpe fue ver, a través de las redes, como las flores se agolpaban en el Jardín Botánico. “Estaba viendo los tulipanes y pensando: ‘Qué pena, no los va a ver nadie”. Tomó la iniciativa y les escribió: “Si me donáis los tulipanes yo los meto en jarrones y los dono a residencias', les dije. Mi objetivo siempre han sido las residencias. Los grandes olvidados son nuestros mayores. Muchos viejecitos han muerto solos y a mí de toda la vida me han encantado las señoras mayores. Me entretienen, me gustan mucho". El Botánico tomó cuenta de la idea y la realizó, agradeciéndoselo, pero por su cuenta y mandando flores a cuatro grandes hospitales.
Después, vino el tercer aviso mental. Ella y sus 14 empleados han parado, sí. “Pero la naturaleza sigue. Y todo lo cultivado se ha perdido para siempre”, lamenta. Aunque el 90% de sus flores vienen de fuera de España, principalmente de Holanda (“es el mercado más grande a nivel mundial, no producen todo pero lo distribuyen todo”), vio que había que dar salida a la flor made in Spain. “Para mí esto ha sido un revulsivo gigante. Así que hay que darles visibilidad”, dice sobre los productores de flores españoles, con los que ella, siempre pensando a lo grande, ya va más allá. “Como crear una denominación de origen de flores, un sello de calidad”, maquina.
Por eso, volvió a tirar de Instagram. “Me quedé con las ganas de hacer algo... y pedí. No flor premium, pero sí de lo que van a tirar en tres o cuatro días”. Y su llamada se extendió por toda España. “Como sabía, salió gente generosísima a donarme hasta las flores de su jardín. Pero era importante que llegaran cosechadas, con guantes y mascarilla. Me he pasado seis días limpiando flores”, cuenta, incluidos sábado (su cumpleaños) y domingo. A final, dos empresas de Chipiona y una de Sevilla le suministraron flores, y también “una cooperativa de 27 productores de plantas del Maresme, que tiene un centro en Madrid, Corma, donde compramos profesionales”.
El resto es historia. Instagram también le ayudó a conseguir tarros de mermelada, conservas... limpios y sin etiquetas. Cada mañana se ha encontrado un buen montón de ellos en la puerta de su taller. Su marido, Javier, y un puñado de jóvenes de la organización Círculo Orellana, en sus coches, han llevado centenares de ramitos por docenas de residencias. “Se llevaron 100 plantas por lo menos y las entregaron todas en un pispás, en el mismo día”, relata, con la sonrisa pintada al otro lado del teléfono.
Han sido días trabajando para acabar el lunes. “Estoy yo sola limpiando y montando, y mi marido repartiendo. Es la única forma de controlar...”, explica, con miedo a que la solidaridad se convierta en contagio. “Y claro, con mascarillas y guantes vas más lenta. Así que he hecho unos 250 ramos", cuenta.
Mientras tanto, sola en su siempre bullicioso taller, espera al día que pueda volver abrir. “Soy una malísima gestora de mi negocio. Lo único que hago es generar puestos de trabajo, dar de comer a 14 personas. Esto puede parecer lujo de puertas para afuera, pero de puertas para adentro es supernormal”, explica sobre su tienda (“lo que nos da de comer”), que ha crecido creando velas, libros, agendas... y que la iba a llevar a hacer “un viaje para ver jardines en Inglaterra, un libro, un programa de televisión, clases en Colombia en julio y en México en octubre...”. Ahora, todo ha echado el freno, invitando a la reflexión. “La gente se está dando cuenta de que en la vida no hay nada más agradable que llegar a casa y decir: ‘Qué gusto, qué bien estoy aquí, qué bien huele”. Y, a quienes no están en casa, ella se lo convierte en un hogar con cuatro tulipanes en un tarrito de mermelada.
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