La voz del Rastro
El Rastro, cada domingo, produce una especie de voz común que aúna la de miles de personas
Llevo casi 10 años en esta casa. Está en la plaza de Cascorro. Desde la ventana del salón veo la estatua de Eloy Gonzalo. El día en que visité por primera vez el piso me crucé con unos vecinos en el portal. Les pregunté si los domingos, con el Rastro, se hacían muy duros. “Los domingos son lo mejor”, me contestaron con una sonrisa.
Antes de mudarme, todo el mundo, a excepción de aquella pareja de vecinos, me alertaba sobre el ruido y el trasiego dominical. Que si no vas a poder dormir la mañana. Que si imagínate cada domingo el lío del montaje de puestos. Era 2010 y los peligros de la gentrificación y la proliferación de los pisos turísticos aún eran una tenue amenaza en el horizonte.
Desde mi llegada a la plaza, cada madrugada de sábado a domingo ha seguido la misma rutina. Inmutable. Por la noche, van quedando libres las plazas para aparcar. En torno a las seis de la mañana empieza el sonido de barras cayendo al suelo, señal de que los comerciantes más madrugadores están ya instalándose. A las 10.00 comienza el movimiento. A partir de las 12.00 y hasta las 15.00, la hora punta.
¿Hay ruido? Sí, pero no el que me habían anticipado mis agoreros amigos (y les doy mi palabra de que en esto no hay nada de emotividad apocalíptica). Porque el sonido que genera el Rastro no es ruido. El Rastro, cada domingo, produce una especie de voz común que aúna la de miles de personas. Esa voz común, al mismo tiempo, se convierte, domingo tras domingo, en la banda sonora del escenario que la acoge. A esa voz, muchas veces, se le unen las notas de un grupo de músicos que interpretan clásicos. Otras, un músico toca piezas de pop de los noventa. Cada vez que finaliza una canción, se oyen aplausos. Y cuando la mañana está a punto de terminar, un grupo de africanos cruza la plaza, en dirección a Tirso de Molina, cantando y tocando instrumentos de percusión.
La voz del Rastro no cesa. Y se mantiene constante en tono, intensidad y timbre. Es alegre. Porque al Rastro, un domingo por la mañana, no se puede venir de mal humor. Es una falta de educación y una pérdida de tiempo. Se viene a descubrir. Se viene a pasear. Se viene a hablar. Se viene a vivir.
Hoy, en el segundo domingo sin Rastro, me acuerdo de aquellas certeras palabras de mis vecinos. No sé cuáles eran sus motivos. Para mí, los domingos son lo mejor porque se escucha la voz de la gente. Se escucha la voz de la vida en el Rastro.
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