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La aparente normalidad del primer domingo sin Rastro en Madrid por el coronavirus

El barrio está acostumbrado a este sosiego solo de lunes a sábado. En realidad, la aparente normalidad oculta un día histórico

El Rastro de Madrid, vacío por el coronavirus.
El Rastro de Madrid, vacío por el coronavirus.Lalo Alvarez (GTRES)
Miguel Ezquiaga

El Rastro siempre estuvo ahí. Tendido sobre una pendiente, sus visitantes han remontado o descendido el chorro de puestos con sus afluentes durante siglos. Al menos, hasta ahora. Un virus ha logrado lo que no consiguió la metralla durante la guerra: detener este impetuoso caudal. [Fotogalería: un paseo por el Rastro en 1985]

El Ayuntamiento de Madrid anunció el jueves la suspensión temporal de este mercado madrileño. La medida durará dos domingos consecutivos, pero es prorrogable en función del desarrollo de la pandemia del coronavirus.

Este domingo el Rastro está igual que cualquier otro día de la semana. Por eso la imagen de sus calles vacías no impacta, como lo hace una Gran Vía espectral o la Puerta del Sol desierta. Eso sí, está echado el cierre de las tiendas de escalada, los almacenes de antigüedades y los bares de banderilla. Conforme avanza la mañana aparecen paseadores de perros y varios madrugadores que bajan a por pan, los corredores y algún padre con carrito. El barrio está acostumbrado a este sosiego solo de lunes a sábado. En realidad, la aparente normalidad oculta un día histórico.

Las fechas de trascendencia a veces son imperceptibles, pero el gesto desencajado de Mayka Torralbo indica que algo no va bien esta mañana calmada. Es portavoz de la Asociación El Rastro Punto Es, que aglutina a tres de cada cuatro trabajadores. Lleva trabajando en el Rastro 40 años y es la primera vez que contempla un domingo sin el mercado. El retablo de usos y costumbres hoy se ha desdibujado. Faltan los pintores de San Cayetano; las jaulas y los artículos para mascotas de Fray Ceferino González; los cromos con pátina y las monedas de la plaza de Campillo del Mundo Nuevo, las revistas y libros con solera de Carlos Arniches. También su puesto de ropa femenina, cuya licencia le transmitió un amigo que abandonaba el oficio.

Torralbo llega corriendo al lugar en el que debería estar su carpa de tres metros. Como si quisiera comprobar que sigue ahí el bronce del héroe Eloy Gonzalo. Bajo la sombra de la estatua esta mujer de 58 años ha pasado muchas horas. Aquí llegó bregada en el arte de la venta callejera. Aprendió junto a su madre en el mercadillo de El Pozo del Tío Raimundo. Torralbo se queja de que el concejal del distrito no se ha reunido con los tenderos del Rastro para comunicarles la suspensión. El Ayuntamiento admite esta recriminación, pero sostiene que informó mediante los vocales: “Yo me enteré por la prensa”.

“Los comerciantes entendemos que esta es una situación excepcional y queremos respetar los protocolos, pero necesitaremos ayudas cuando todo esto pase. Hemos hecho una fuerte inversión en género y gastos fijos. Somos un sector muy vulnerable”, precisa Torralbo. Actualmente en el Rastro hay 900 puestos en activo. La tasa municipal cuesta unos 500 euros anuales. Algunos tenderetes los comparten varias familias. Muchas bocas comen de esta celebración antigua que va a la contra de la globalización: “Durante mucho tiempo, para comprar cosas de China, Irán o la India había que venir aquí. Esto era la vanguardia. Ahora resulta muy complicado tener algo que no se venda en las grandes superficies. El consumo va muy rápido y nuestro ritmo es más lento”, se queja.

Ni si quiera los obuses que agujerearon Madrid durante la Guerra Civil pudieron acabar con el Rastro. Entonces se celebraba a diario. Mutó, menguó y vivió muchas vicisitudes, pero siempre se celebró. La Junta de Defensa así lo permitía. Un reportaje publicado en el diario Crónica en julio de 1938 lo demuestra. El titular dice así: “Los penúltimos héroes de Cascorro. Entre los adoquines, removidos por una explosión, crecen frutos que nadie sembró”. José Antolín Nieto, profesor de Historia Moderna en la Universidad Autónoma de Madrid, señala que en la época se consideraba un motor económico fundamental. Además, combatía el estraperlo. Tenía una función social.

Autor de un libro sobre el Rastro, Nieto conoce en primera persona el muestrario de labores que allí se desarrollaban y se desarrollan aún. Sus padres regentaban un puesto en la Plaza del Campillo. Vendieron género de toda clase: primero sellos, después herramientas y más tarde botones, hilo y alfileres. Él también atendió al público tras el mostrador que hoy regenta su hermano: “El Rastro es un organismo vivo, un lugar de encuentro que pertenece a toda la ciudad.”. Nadie sabe cómo contarán sus alumnos estos días en los futuros libros de Historia.

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Sobre la firma

Miguel Ezquiaga
Es redactor en la mesa web de EL PAÍS. Antes pasó por Cultura, la unidad de edición del diario impreso y ejerció como reportero en Local. Su labor informativa ha sido reconocida con el Premio Injuve de Periodismo, que otorga el Ministerio de Juventud. Cada martes envía el boletín sobre Madrid.

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