Un puerto sin destino
Hay quienes basan la oposición a la ampliación del puerto en su incompatibilidad con la emergencia climática. Lamento decir que esta es una cuestión prácticamente irrelevante
Si uno mira el calendario, indica que nos encontramos en 2023. Si, por contra, uno se sitúa en València y mira hacia el mar, puede llegar a pensar que nos encontramos en los años ochenta del siglo pasado. Allí, hundiendo sus pesadas raíces de hormigón, se encuentra una estructura monstruosa y voraz, que sigue reclamando más y más metros cúbicos de materiales para ganarle la partida al agua. El puerto de València, elemento que se comporta como una entidad ajena a la ciudad cuya geografía y salud condiciona, responde a una lógica hace tiempo superada en el diseño y la ejecución de las infraestructuras civiles. Su ampliación, alumbrada hace ya lustros con una mentalidad decimonónica y un conocimiento científico que lleva cincuenta años de retraso, es una inmejorable muestra de infraestructura fósil. Es ya una ampliación absurda en esta tercera década del siglo XXI, pero lo será aún más en su segunda mitad, cuando la inaplazable caducidad del sistema de comercio global, basado en unos combustibles fósiles que se agotan, reduzca de forma notable el flujo global de mercancías que viajan por los océanos.
Hay quienes basan la oposición a la ampliación del puerto en su incompatibilidad con la emergencia climática. Lamento decir que esta es una cuestión prácticamente irrelevante. Tanto la obra como el tráfico posterior conllevarán emisiones de gases de efecto invernadero, pero no deberían ser estas el motivo principal de nuestro rechazo. Las emisiones de los gases que hacen subir la temperatura (principalmente dióxido de carbono y metano) no son lo mismo que la contaminación que se nos mete en los pulmones y nos hace enfermar e incluso morir. Esta última se compone sobre todo de óxidos de nitrógeno y azufre, así como de partículas de un tamaño tan fino que pueden penetrar hasta lo más hondo de nuestro pecho con cada bocanada de aire.
Un solo buque puede emitir tantos óxidos de azufre como millones de coches. Ya podemos eliminar los vehículos de combustión de nuestras calles, que si atracan cada vez más monstruos fósiles a pocos kilómetros de nuestra casa no conseguiremos tener un aire limpio y respirable. No sólo eso: más barcos son más camiones. Más contaminación atmosférica, pero también acústica, y más infraestructura viaria que será necesaria para absorber ese aumento de tráfico. Poner un par de placas solares y separar el plástico en las oficinas portuarias no hará que el puerto sea “sostenible”; sólo pintará su fachada de un verde pálido, que tan pronto como seque empezará a descascarillarse.
La ampliación del puerto se enmarca en un sistema cuyo único fin es el crecimiento perpetuo. En consumir cada vez más, y desecharlo todo cada vez más rápido.
Un crecimiento suicida y por definición insostenible; un truco de magia en el que sólo ganan quienes están detrás del telón. Ni la economía de la ciudad ni la de sus habitantes ganarán nada con una ampliación destinada al fracaso y a la fosilización prematura.
Como dice Raquel Andrés, periodista valenciana que acaba de publicar Vida o Port (Caliu), al Puerto de València no le interesa un debate serio sobre la ampliación, y de ahí su opacidad. València -todas las ciudades y pueblos del País Valenciano, de hecho- necesita repensar su fachada marítima. Prepararse para su lenta progresión tierra adentro, trazar un plan de retirada allí donde haga falta. Cuidar sus ecosistemas costeros, que son el mejor aliado frente a los impactos del cambio climático. O miramos al futuro o miramos al pasado. Con determinación y sin vendas en los ojos. Y lo más importante: sólo podemos hacerlo con garantías de éxito si decidimos entre todos y todas.
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