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El muralista que hace hablar a las paredes de Londres y de la huerta valenciana

El argentino Patricio Forrester concentra su obra en zonas pequeñas para conectarla, enraizarse, transformar el territorio y atraer “a la conversación del arte” a personas que se sienten ajenas

Patricio Forrester artista urbano
Patricio Forrester, en la huerta de Alboraia (Valencia).Mònica Torres

Un peine que traza caballones perfectos en la tierra; muy cerca, una mesa llena pero sin nadie a su alrededor, como la memoria anónima de las mujeres del campo; un poco más apartado, un homenaje al sistema de acequias que crearon los musulmanes; y ya casi llegando a la playa, un burro, Rafita, que rebuzna acosado por carreteras y urbanizaciones. Desde hace unos años, pasear por la huerta de Alboraia es una invitación al diálogo. Los muros de sus alquerías plantean conversaciones. Lo mismo que pasa en Deptford, un barrio de extrarradio en el sureste de Londres. Casi 2.000 kilómetros separan dos entornos muy diferentes pero con un denominador común: las intervenciones del artista argentino Patricio Forrester, que en 2003 creó Artmongers (algo así como precipitadores de arte) para mejorar el espacio público, generalmente tras un proceso colectivo, y conseguir que las personas se sientan mejor en su entorno y con ellas mismas.

“Me mudé a Inglaterra en 1995. Quería empezar mi propia obra pero no quería pertenecer al ‘club del arte’, me sentía incómodo ahí, quería hacer arte en la calle”, recuerda. “Pero Londres es una ciudad muy grande, muy agresiva y la idea era concentrar mi obra. Eso permite que la gente se familiarice y vea que hay una conexión pero también fomenta lo local, el valor de actuar, consumir y disfrutar en tu entorno”, explica. Eligió el barrio en el que vive, parte de un municipio (Lewisham) integrado en la capital inglesa. “Entonces era un barrio muy caído. Había una necesidad de transformación que podía darse a través del arte. Al principio iba buscando paredes y que me dieran permiso. Fui arraigándome en esas tres millas cuadradas. Para mí fue importante esa delimitación”, remarca. El primero de sus murales tiene ya más de dos décadas. Sobre un fondo rosa, usó dos chimeneas a modo de cuellos de los que cuelgan un collar de perlas y una corbata. “Es muy querido, una de las caras del barrio. Tiene picardía, vida propia, estimula la imaginación. Ahora con años y la fluidez se reinterpreta: ¿quién lleva qué?”, se pregunta.

Pero Forrester quería ir más allá de que le dejaran pintar y, más tarde, le pidieran que lo hiciera ofreciéndole paredes. “La idea siempre fue que la gente a la que no le interesa el arte entre en esa conversación. Gente que piensa que el arte no es para ellos, que es solo para la clase media que va a los museos y que se ve involucrada en el debate de lo que puede hacer el arte por nosotros. Te preguntan, hablan, te dicen si les gusta o lo que deberías pintar. El peor piropo que me han dicho hasta ahora es ‘peor que antes no está”, ríe divertido.

El debate final es solo una parte del proceso y desde 2006 diseña sus murales londinenses con la ayuda de colectivos locales. Así ha surgido una gota de agua en 3D a punto de unirse al mar en la plaza del mercado, unos girasoles en la avenida más contaminada de la zona o unas cajas vacías de productos llegados de muy lejos, como reflexión sobre el papel y el trato que se da a los inmigrantes.

“El de la participación ha sido un proceso bastante intuitivo. Hemos hecho sesiones de copyleft en las que alguien aporta una idea y el de al lado suma otra, y el siguiente otra, y así. Otras veces voy al lugar y preparando la pared hablo con unos y con otros. Por ejemplo, en la zona del personal de emergencias de un hospital, en los que ahora trabajan sobre todo inmigrantes, querían hablar de la diversidad y les pedí que cada uno me contara un recuerdo bonito de su infancia en el barrio e hicimos un planisferio. En el arte lo importante no es el tema sino el ángulo desde el que se aborda y eso es lo que debo aportar yo”, apunta.

Patricio Forrester, en la huerta de Alboraia, junto a Valencia.
Patricio Forrester, en la huerta de Alboraia, junto a Valencia.Mònica Torres

La huerta abre el apetito

Los años le han llevado a trabajar en campos de refugiados en Jordania (Azraq) y en Argelia (Smara) pero también en Valencia, en este caso, por amor y por partida doble. La mujer de Forrester es una bailarina de Alboraia que emigró a Londres. “Nos conocimos bailando tangos y al viajar a conocer a su familia me enseñó la huerta. Fue un amor a primera vista. Me fascinó la diversidad de las parcelas, las acequias, la herencia árabe y la luz. Pero también me provocó un enorme apetito la parte social: los trabajadores, las técnicas que trágicamente se están perdiendo o el ambiente urbanístico. En Londres la gente necesita el arte pero también creo que la huerta lo necesita porque es un hecho cultural, en este caso de cultivar, asediado”, reflexiona.

Retomó entonces sus inicios. Volvió a llamar a las puertas de las casas para pedir permiso para pintar sus muros y mantuvo con sus habitantes una versión reducida de los procesos participativos. “Hablamos, nos conocemos y uno propone una dirección que luego seguimos o no. Es importante esa relación que se establece, esa confianza. Cuando estuve este verano pintando el homenaje a las acequias, Luis, que es el dueño de la casa y tiene más de 80 años, estuvo conmigo todos los días. Me ayudaba y nos íbamos a almorzar. Compartimos momentos auténticos”, recuerda. Y mira de reojo un muro cercano sin parar de hablar. “Mi trabajo es ofrecer imágenes que generen conversaciones”, resume.

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