Japón premia un documental sobre la huerta valenciana acosada por el desarrollo urbano
‘Camagroga’, de Alfonso Amador, sobre la vida de una familia de agricultores de la chufa emociona en festivales internacionales como el de Yamagata y es preseleccionado en los Goya
Hay algo que conecta con el público, sea de Alemania, México, China o Japón. Algo etnológico, ancestral, vivencial. Alfonso Amador lo ha notado durante las proyecciones de su película documental Camagroga en diversos festivales del mundo. También es cierto que la vida en la huerta valenciana, marcada por las estaciones y por el acoso del desarrollo urbano, simboliza el ciclo de la vida y una problemática universal. Y que las imágenes de los cultivos que rodeaban la ciudad de Valencia no dejan de ser hipnóticas, como lo es el sonido del agua que discurre por las acequias, la mirada contemplativa de Antonio Ramon, el agricultor protagonista de la película, junto a su hija Inma, o las pisadas en el secadero de chufas de su nieto.
Los japoneses lo han apreciado especialmente. Y su reputado Festival Internacional de Cine Documental de Yamagata, de carácter bianual, premió el filme valenciano el pasado mes con The Major’s Prize, sobre una selección final a partir de 2.000 películas. “Es un festival muy potente, en el que han participado documentalistas como Frederick Wiseman, Avi Mograbi o Francesco Rosi”, comenta Amador. La última buena noticia que le ha dado Camagroga, cuya semilla empezó a germinar cuando Antonio le alquiló un trozo de su tierra para cultivar su propio huerto “para desconectar”, es su preselección para disputar la próxima edición de los premios Goya, en la categoría de documentales.
“Hace cinco o seis años regresé a Valencia después de mucho tiempo fuera. Me fui en busca de un huerto urbano con un amigo. Acabé en la huerta, en la nave de Antonio. Y nos sedujo él y su familia. Lo cuento con ironía, porque buscaba la huerta para desconectar y no pensar en el cine y los sinsabores diarios. Antonio me fue cautivando. La confianza, los ritmos de la vida, lo orgánico... aparecí con la cámara y empecé a rodar”, explica. Amador ha dirigido cortometrajes como 9,8 m/s2, que formó parte de la Selección Oficial en el Festival de Cannes, o largos como 50 días de mayo (Ensayo para una revolución), sobre el 15-M en Valencia, mejor documental en el festival gaditano Muestra Cinematográfica del Atlántico Alcances.
Camagroga, el apodo (malnom, en valenciano) de la familia de Antonio, tiene una clara voluntad de estilo cinematográfico. La pantalla de cuatro tercios recuerda a las antiguas diapositivas, a las primeras películas de John Ford. “Antonio, con sus aperos de labranza y su trabajo, podría parecer que está viviendo muchas décadas atrás, si le quitas el móvil”, apunta el cineasta, que ha rodado durante un año y medio para acabar el documental, que fue preestrenado en la Mostra de València. Cinema del Mediterrani.
“Me interesa el paisaje y la idea del cerco. Siempre en el fondo aparece la ciudad. Me interesaba dejar claro mi carácter de xurro [término coloquial para aludir a personas que no hablan valenciano o son de comarcas solo castellanohablantes], que no ha vivido lo que es la huerta, pero está fascinado por ella y por gente como Antonio. Que el espectador sea consciente de que es una película, por eso a veces hablo o me retiro con la cámara porque se pone a llover”, señala el director, que recibió el apoyo del Instituto Valenciano del Cine (IVC) y por À Punt Media.
Antonio y su familia trabajan la chufa en la tierra de la horchata (Alboraia), cultivo que alternan con las cebollas para dar descanso a la tierra. El documental refleja el ciclo de la vida de la huerta, de sus pobladores y de quienes la defienden, además de testimoniar el uso de un valenciano en el que conviven tesoros históricos del campo semántico de la agricultura con los castellanismos característicos de la comarca. El interés por esos aspectos filológicos y etnográficos es evidente, así como el propósito de Amador de denunciar la destrucción de la huerta por el llamado desarrollo urbano, por el ladrillo de la construcción o por la ampliación de la cercana autovía V-21 en una área metropolitana habitada por más de millón y medio de personas.
Su cámara registró hace dos años la resistencia y el derribo de la alquería de Forn de la Barraca para dar un carril más a los coches, a los conductores, muchos de los cuales, probablemente, se sienten orgullosos de tener una huerta junto al mar, una aliada contra el cambio climático, al tiempo que maldicen las colas para entrar y salir de la ciudad y esperan de una vez que acaben las obras.
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