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LA CRÓNICA
Columna
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El cementerio de los pájaros

Año tras año, desde hace dos décadas, entierro en un rincón del jardín las aves que encuentro muertas, añadiendo una pequeña ceremonia

Aves
Jacinto Antón

No parece el momento más adecuado para hablar de pájaros y muerte en estos días en que se celebra, con todo el entusiasmo y la alegría del mundo, el Delta Birding Festival, la popular feria de observación de aves del delta del Ebro (en la que por supuesto me encuentro), pero las cosas pasan cuando pasan y el otro día hallé un petirrojo fallecido bajo una ventana de mi casa en Viladrau. Era evidente que la avecilla había chocado contra el cristal: unas plumitas de su frente habían quedado pegadas en la superficie transparente como la peluca rubia platino ensangrentada de aquel tipo que fallece imitando el terrible accidente mortal de coche de Jane Mansfield en la versión cinematográfica de David Cronenberg de la tan morbosa Crash de J. G. Ballard (que por cierto ahora republica Minotauro). Pensando absurdamente a la vez en cómo se le reventó la parte superior de la cabeza a la turgente actriz (aunque en contra de la leyenda no quedó decapitada) y en el dicho de Blake de que el sufrimiento de un petirrojo enfurece a todo el cielo, tomé el cuerpecillo en mis manos, certifiqué que estaba muerto y bien (mal) muerto y procedí a su sepelio.

Desde hace dos décadas siempre que encuentro un ave muerta en casa procedo a enterrarla en un rincón del jardín que he destinado al efecto como cementerio de pájaros. No sé por qué empecé a hacerlo, fue un impulso como el de los niños de Juegos prohibidos, la conmovedora película de René Clement (escúchese aquí la guitarra de Narciso Yepes de la famosa banda sonora). Me parecía inaceptable que las aladas criaturas sustraídas al cielo tuvieran que descomponerse tendidas en el suelo y me espantaba ver aparecer entre las rutilantes plumas la turba cadavérica de los necrófagos y saprófagos. Quizá si los sepultaba volverían, como en Cementerio de animales, de Stephen King (que no sé si es un buen ejemplo). Para quien piense que soy un poco rarito he de recordar que el de la muerte de los pájaros es un motivo que atraviesa la literatura occidental desde Catulo (su apasionado luto por el gorrión de Lesbia) y Ovidio (el papagayo de Corina) y que —ya por ponerme del todo estupendo— puede observarse también en la poesía latina de Alcuino de York (el ruiseñor difunto: “Pobre en colores, no lo fuiste en el cantar”).

Mi primer enterramiento fue el de un herrerillo capuchino que hallé muerto sin poder descubrir la causa, y no incluyó ningún ritual más allá de atusarle un poco el despeinado copete. Han seguido otros 21 pájaros en el camposanto, un pequeño terreno acotado bajo un pino y flanqueado por un viejo parterre de rosas y unos arbustos. Los tengo registrados en una libreta que es como el reverso oscuro de la de observaciones y que guardo junto al título de propiedad de un nicho que he heredado —al irse muriendo sus anteriores dueños— en el cementerio de Sarrià y que es una de mis escasas posesiones mundanas. Apunto siempre en la libreta la especie del pájaro (con los nombres también en latín, inglés y catalán), la causa de la muerte (si la puedo averiguar), la fecha y el sector y la parcela donde ha tenido lugar la inhumación. De momento no me he planteado hacer un libro de condolencias.

Con el tiempo —la vida nos va haciendo más sensibles— he ido añadiendo elementos rituales a los funerales de pájaros: los coloco en sus pequeñas tumbas con la cabeza orientada al sol poniente, los cubro con trozos de corteza de árbol a modo de rudimentario ataúd (se me ha hecho insoportable cubrirlos directamente de tierra) y dispongo un poco de pienso para aves o alpiste junto a su pico. Tras aplanar la tierra, coloco una piedrecita de lápida y añado a modo de símbolo del vuelo roto un trozo de flecha vieja sobre el pequeño montículo. Algunos sepelios me afectan menos y me comporto como un sepulturero profesional y hasta como un descreído gravedigger shakespeariano (“Oh, a pit of clay for to be made/ For such a guest is meet”, “oh, un pozo de barro hay que hacer/ para invitado como este meter”). Pero en otros me desmonto. Es el caso del entierro (29 de diciembre de 2024, sector 2, parcela 4) de un pequeño agateador, un pajarillo tímido que vivía en mi abeto Douglas (recientemente alcanzado por un rayo) y que tras capturarlo Fibi, la gata pelirroja de mi hija Berta, conseguí rescatarlo de sus garras solo para que se me escapara y, todavía en shock, chocara contra la vidriera de casa. Murió entre mis manos. Jo Nesbo, el escritor de novela negra, decía que los pájaros nos muestran qué fácil es morir. Sentir como un ave muere, como su cuerpo se va enfriando y la vida se le escapa, es muy triste, y más si le tienes una simpatía especial. Me afecta también mucho cuando muere un herrerillo azul, o un garrapinos (enterré uno, cazado por un gato, el pasado 15 de marzo, sector 1, parcela 2). Lo peor y que afortunadamente pasa poco (a mí una sola vez) es cuando muere un trepador azul, una avecilla que adoro. De hecho la ocasión en que encontré uno muerto me salté todo mi procedimiento y lo llevé a enterrar a unos viejos campos junto a una masía abandonada (Can Batllic), donde confío que un día alguien esparza mis cenizas y entierre mi arco y mi espada vikinga. Le hice al trepador una pequeña tumba donde el sol de otoño la baña de una luz crepuscular, y la visito a menudo.

Acepto con más entereza la muerte de un mirlo, que es habitual al principio del verano cuando los juveniles saltan de los nidos y afrontan mil peligros. Hace años tuve la mala suerte de encontrar, sucesivamente, dos picos picapinos, dos carpinteros, un maravilloso macho y un juvenil, muertos. Fue antes de poner las siluetas disuasivas en el gran ventanal de casa. Ahora, cuando me marcho añado a todas las medidas estándar un dispositivo anticolisión personal consistente en colocar gorros encima de palos de escoba y de mis espadas apoyadas contra el cristal, todo a modo de espantapájaros.

En realidad, ningún método es efectivo al cien por cien (el festival del delta ha tratado el drama). He leído en un libro de referencia sobre el tema, Solid air, invisible killer: saving billions of birds from windows, de Daniel Klem Jr. (Hancock House, 2021), que no hay una sola razón por la que los pájaros se estrellan con los cristales. Algunos no los reconocen como obstáculos, los juveniles pueden chocar porque su visión no está suficientemente desarrollada, otros por tratar de escapar de un depredador (o persiguiendo a una presa) y algunos individuos ¡por ir borrachos! Como lo oyen: hay algunas especies, entre ellos los petirrojos, por cierto, que se intoxican con la fermentación de determinados frutos y cuya tasa de alcoholemia, como se probó en un estudio con ampelis (Bombycilla garrulus) que habían colisionado con vidrios en Dauphin, Manitoba, los clasificaría legalmente como borrachos. De todas formas, parece que el problema básico es que las aves no ven como nosotros y su sistema visual les impide ver con claridad los cristales, de forma que a menudo son invisibles para ellas.

Las historias más conmovedoras de muertes de pájaros, aparte de los versos de Catulo, Ovidio y Alcuino de York, y algunos de Emily Dickinson, son un cuento del ya citado Ballard (Pájaro de tormentas, soñador de tormentas, en la antología El hombre imposible, Minotauro, 1966), donde los pájaros en el delirante paisaje de una mañana apocalíptica “eran como los cadáveres de unos ángeles caídos”, y un texto maravilloso de Mary Oliver, Bird (en Owls and other fantasies, Beacon Press, 2003). Olivier cuenta la ocasión en que llevó a casa un gavión atlántico (una especie de gaviota) que encontró malherido en la playa, como si hubiera sido atacado por un perro o coyote y tan famélico que parecía no contener sino aire. Lo depositó en la bañera y trató de sacarlo adelante. Durante un tiempo pareció conseguirlo y el texto describe la bonita relación que estableció la poeta con el gavión terminal (“we grew fond”, nos acostumbramos a ello). Pero las heridas eran demasiado graves. El pájaro fue perdiendo miembros, una pata y un ala que se aguantaban por un simple tendón. Y, dejando caer la cabeza, ”se retiró a la privada habitación de sí misma”. Oliver no explica que hizo con el cuerpo pero deja este hermosísimo epitafio del pájaro: “Era un trozo del cielo, sus ojos lo decían. Imagina levantar la tapa de una jarra y encontrarla no llena de oscuridad sino de luz. El ave era como eso. Asombrosa, elegante, viva”.

Le he preguntado a José Luis Copete, mi ornitólogo de cabecera, qué hace él cuando encuentra pájaros muertos. “Buena pregunta, no hago nada. Hace años los guardaba y los llevaba al museo de Zoología, para que los prepararan como especímenes de consulta. Pero descubrí que los metían en una nevera y ya nunca salían. Ahora, cuando encuentro uno muerto o se nos muere alguno en un anillamiento, algo que puede suceder desgraciadamente, lo guardo yo mismo en el congelador. En la actualidad tengo una collalba rubia que nos falleció de golpe de calor el año pasado y aún le pudimos sacar sangre para un artículo científico. ¿Enterrarlos?, ¿con ritual? No, tío, ¡cómo se te ocurre!”.

Esta historia de tintes oscuros tiene un final mucho más optimista y que curiosamente nos lleva al Delta Birding Festival. El domingo pasado escuché un golpe sordo en el ventanal de casa y encontré un precioso pajarito que había chocado. Era verde por arriba y amarillo limón por abajo, con una raya del mismo color sobre el ojo. “Un juvenil de mosquitero musical, de este mismo año”, me confirmó Copete, “están de paso, aquí no nidifican. Su canto es muy característico y sale de fondo en todas las series de la BBC cuando hay escenas campestres, como en Retorno a Brideshead”. Estaba inmóvil pero aún vivo. En estos casos, meto el pájaro en una caja con tapa y lo dejo reposar en la oscuridad hasta ver si sobrevive a la colisión. Algunos lo hacen. Los demás van al cementerio. Al cabo de unas horas escuche un batir de alas en la caja. Me asomé y el mosquitero estaba repuesto. Al abrir del todo la tapa salió volando a recuperar su lugar en el cielo. Me alegré muchísimo, me pareció un buen presagio de cara al festival. Pero es que la principal figura del mismo este año —con perdón de la cantante country de Tenneesee y birder Bonner Black— es el ornitólogo sueco Per Alström, ¡el mayor especialista mundial en mosquiteros!, me cuenta Copete. “Ya tienes historia”, señala. Y tanto: les preguntaré a él y a Bonner Black qué hacen con los pájaros muertos. Y si lo necesitan, les ofreceré mis servicios.…

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Sobre la firma

Jacinto Antón
Redactor de Cultura, colabora con la Cadena Ser y es autor de dos libros que reúnen sus crónicas. Licenciado en Periodismo por la Autónoma de Barcelona y en Interpretación por el Institut del Teatre, trabajó en el Teatre Lliure. Primer Premio Nacional de Periodismo Cultural, protagonizó la serie de documentales de TVE 'El reportero de la historia'.
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