La movida de la Copa del América
¿Ha contribuido el evento a poner a Barcelona en el universo de las grandes ciudades como en el 92? La respuesta es que probablemente no
La Copa del América ya ha tocado a su fin. Oficialmente ha sido un éxito. A buen seguro se habrá llegado a esos 2,5 millones de asistentes previstos —según el Ayuntamiento de Barcelona, antes de la final ya estaba la cosa en 1,6 millones— y se rondará esa audiencia apuntada por la organización de 941 millones de personas, nada más y nada menos que por detrás de un mundial de fútbol o de unos Juegos Olímpicos. La previsión está para cumplirse, como en los viejos planes quinquenales. Hay una base sólida: los datos aportados por la edición de 2007 de la competición, celebrada en la Valencia de Francisco Camps y Rita Barberá. Con esas expectativas de impacto, el Gobierno central declaró la competición acontecimiento de excepcional interés público. Esa medida permite gozar de ventajas fiscales similares a los programas impulsados por el Consejo Superior de Deportes como, por ejemplo, el plan de preparación de los atletas españoles para los Juegos Olímpicos de París 2024.
Entrar en una guerra de cifras sería absurdo, pues cada uno mide las audiencias como conviene a sus intereses. Desde luego, buena parte de los medios de comunicación han amplificado el evento con, digamos, magnanimidad. El deseo de convertir la Copa del América en una Barcelona 92 bis —aunque se haya quedado en un simulacro del Fórum de las Culturas de 2004— era un acto de fe en que nuestra ciudad de los prodigios solo es capaz de crecer a base de grandes milagros. Y tras años de silencios y reveses, entre el procés y la alcaldía en manos de Ada Colau, un grupo de empresarios catalanes se dispuso a poner su empeño en traer esa competición de regatas a Barcelona.
Hace unos días, Josep Catà explicaba en estas páginas cómo un puñado de burgueses arriesgaron un millón de euros de aval cada uno. Feliz y finalmente no perdieron nada. Lo recuperaron todo y la iniciativa acabó siendo una operación respaldada por el sector público, que es como jugar con red: no hay posibilidad de caída mortal del trapecio.
La apuesta trataba de restituir cierto protagonismo a la antaño poderosa burguesía catalana, dimitida desde hace años de su papel dirigente. No salió mal inicialmente. Hasta la correosa Ada Colau creyó en el proyecto, aunque se haya desdicho de ello en autocríticas posteriores. El Gobierno central le puso una roja alfombra fiscal a la iniciativa apadrinada por la parte socialista del equipo de gobierno municipal. EL PAÍS situaba en 71,27 millones lo aportado por las administraciones. De momento, la opacidad impide saber más datos, entre ellos cuánto aportan los patrocinadores.
¿Ha contribuido todo ello a poner a Barcelona en el universo de las grandes ciudades como en el 92? ¿Ha recuperado la burguesía su papel de antaño? La respuesta es que muy probablemente no. Los Juegos Olímpicos del 92 y la gran transformación urbanística de Barcelona ocurrieron solamente una vez. Ahora, el impacto turístico y económico —cifrado por los organizadores en 1.200 millones de euros— de la Copa del América apenas se ha notado en las reservas hoteleras, según la propia patronal del sector. Y, por otra parte, la burguesía ya no es la que era. Si el precariado ha sustituido al proletariado, la búsqueda de plusvalías inmobiliarias ha hecho lo propio con la burguesía industrial.
El acto de IESE de 2007, pidiendo la gestión de los aeropuertos, fue la última propuesta salida de esa burguesía catalana, que busca desesperadamente un partido de orden desde el fin del pujolismo. Cada tiempo tiene sus signos. Ahora el impulso patronal a la Copa del América ha querido ser un certificado de fe de vida, pero no se recuperan ni por asomo las hechuras perdidas.
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