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Un centenar de sin techo viven en el aeropuerto de El Prat y carecen de asistencia social desde enero

La Generalitat, Aena y los Ayuntamientos de El Prat y Barcelona negocian un convenio para la gestión de las personas sin hogar

Pedro, una de las personas que residen en la Terminal 1 del aeropuerto de Josep Tarradellas-El Prat, este miércoles.
Pedro, una de las personas que residen en la Terminal 1 del aeropuerto de Josep Tarradellas-El Prat, este miércoles.Gianluca Battista

Un centenar de personas sin techo viven en el aeropuerto de Josep Tarradellas-El Prat y carecen desde enero de asistencia social. Las cuatro administraciones implicadas en la gestión, Aena, los ayuntamientos de El Prat y Barcelona, y la Generalitat, batallan en la firma de un convenio que satisfaga a todas las partes sobre las responsabilidades de cada uno en la atención a esas personas, que se reparten entre las terminales, las zonas intermodales y en pequeños asentamientos en los terrenos aledaños. El Ayuntamiento de Barcelona retiró en enero a las dos trabajadoras sociales que intervenían en el aeropuerto, a la espera de un nuevo acuerdo. Las administraciones confían en que próximamente se firme un pacto para afrontar una situación, que se ha agravado en los últimos años con el incremento de personas que habitan en la infraestructura.

“Estamos haciendo de asistentes sociales y ese no es nuestro trabajo”, critican fuentes policiales sobre la realidad compleja de los residentes habituales del aeropuerto, sin ningún apoyo por parte de las instituciones. Ponen el ejemplo de un hombre sin hogar que el pasado martes se cortó dos dedos en la zona de accesos de la Terminal 1, lesionándose gravemente (fue ingresado en el hospital de Bellvitge) y alterando la convivencia en la zona. “Si tuviese un seguimiento con especialistas, quizá no habría pasado”, lamentan. Pero no es un caso único. Los distintos operadores del aeropuerto relatan episodios de personas con problemas físicos, de salud mental y de adicciones que sobreviven a su suerte, sin un seguimiento mínimo. “Es un problema social grave, y es inadmisible que nadie se haga cargo”, añade otra fuente policial.

“La falta de convenio que permite una acción directa sobre el terreno se nota”, admite un portavoz del aeropuerto. “Todos los organismos están haciendo lo que está en su mano, pero es evidente que el resultado no es el deseado para ninguno de los actores”, añade. El Ayuntamiento de Barcelona destinaba desde hace años a dos personas del Servicio de Atención Social al Sinhogarismo en el Espacio Público (SASSEP) que tejía lazos con las personas que habitan en el aeropuerto, pero en enero las retiró. El Consistorio alega que están llevando a cabo “diversas reuniones para formalizar un nuevo encargo” por parte de la Generalitat, pero señala que “no es el responsable de esta infraestructura de país”. También pide que el abordaje tenga en cuenta la “dimensión metropolitana” del problema, y acucia a “desplegar de manera urgente la mesa de casos complejos de acogida en el acuerdo de sinhogarismo”.

La Generalitat, que esgrime que la atención básica compete a los Ayuntamientos, defiende que han “acelerado los trabajos” que permitan firmar un convenio, para “activar un dispositivo de prevención, detección, información, orientación y acompañamiento”. Entre sus prioridades, consta ofrecer “alojamientos temporales”, acordar la manera de “abordar los impactos o conflictos que alteren la correcta convivencia” en el ámbito del aeropuerto y también, como pide el Ayuntamiento de Barcelona, una “mesa técnica de intervención” para “trabajar los casos y situaciones complejas y de difícil resolución”. Fuentes del sector traducen el galimatías de declaraciones: la batalla de fondo es quién y en qué proporción asume el gasto que supone atender a las personas sin hogar que residen en el aeropuerto.

La Generalitat, a través del Departamento de Derechos Sociales, ha financiado la intervención municipal en el aeropuerto, con seis millones para el Ayuntamiento de Barcelona, y 286.000 euros para el de El Prat en 2024. Este último considera que el problema tiene una envergadura que sobrepasa su capacidad de actuación. Un portavoz del Ayuntamiento señala que “actúa en los terrenos con barracas del entorno” de la instalación aeroportuaria.

Las personas que viven en el aeropuerto de El Prat porque no tienen una casa son noticia periódicamente. En 2022, muchos de ellos se hacinaban bajo el techo de un aparcamiento abandonado de la Terminal 2. De nuevo, se alegó que el problema para asistirles era un convenio con la Generalitat que no llegaba. El edificio de seis plantas, dos años después, está tapiado. En el aparcamiento inmenso colindante al edificio, al raso, apenas se ve a cuatro personas descansando en él. Ninguna de ellas quiere hablar con la prensa. “No me interesa, idos de aquí”, avisa un hombre, en la cuarentena, rodeado de carritos y tumbado en el suelo. Con un tono más afable, un joven que solo habla inglés, se excusa, mientras se lía un cigarro. Ahora la mayoría están desperdigados por las dos terminales. Muchos se juntan en los intercambiadores, cerca de la escultura de Botero, en los accesos al metro, en pequeños asentamientos... Durante el día transitan por las terminales, y por las noches se reúnen. “Los ves en grupos”, explica un trabajador de la zona de taxis, que ha entablado amistad con varios de los habitantes de las terminales.

"Doy gracias a Dios por la T1"

Pedro, de 56 años, es una de esas personas de difícil abordaje que reside en el aeropuerto de El Prat desde hace dos años. “No, no, no”, repite, cuando se le pregunta sobre la opción de marchar de allí o de ser atendido por asistentes sociales. “Aquí soy libre”, defiende. Y recita todas las virtudes que considera que tiene vivir en la T1: “Los lavabos están limpios, hay médico, los vigilantes son cojonudos”. Tampoco pasa frío en invierno, porque hay calefacción, ni calor en verano, gracias al aire acondicionado. Además, es un hervidero de personas que van y vienen, lo que hace que tampoco se sienta solo. “Doy gracias a Dios por la T1″, resume, sobre unas instalaciones que son su casa. A su lado, le escucha sin entenderle una mujer de 31 años, a la que acaba de conocer. “No vivo aquí”, aclara ella, a pesar de que no acarrea pertenencia alguna y va abrigada con una bata. Cuenta que perdió un vuelo hace tres días a su país, y que solo espera a que su hermana le facilite un billete nuevo. 
Otras personas, además de vivir, trabajan en el aeropuerto. Como una mujer que se dedica a embalar maletas de manera irregular y luego duerme en un aparcamiento semivacío. Otros ofrecen limpiar los taxis. También los hay, añaden fuentes policiales, que si se da la ocasión hurtan alguna cosa a turistas despistados o de los bares y restaurantes. 






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