Montserrat, medalla de oro del Parlament
El reconocimiento oficial puede acelerar un cambio de actitud del monasterio por sus casos de pederastia, pero quizás hace falta una catarsis en toda regla
Cataluña es un país de grandes paradojas. La historia muestra a obreros probablemente creyentes que hacían arder iglesias y conventos. Y la actualidad exhibe a una institución como la Iglesia —que establece rígidos patrones morales de comportamiento— encubriendo casos de pederastia o reaccionando frente a esta lacra con formas impropias de una sociedad democrática: ahí están los prelados catalanes y sus funcionarios diocesanos negándose a comparecer ante la comisión de investigación del Parlament creada sobre abusos a menores en la Iglesia.
Así que hay prelados que predican la transparencia y practican la opacidad de la misma manera que en el siglo XIX eran los propios obreros quema-conventos quienes pagaban gastos suntuarios de cofradías de patrones santos o beatos. El historiador y profesor de la Universidad de Barcelona Juanjo Romero explica que, durante los inicios del sindicalismo en el siglo XIX, la Asociación de Tejedores elaboró un pendón para participar en las procesiones de la ciudad de Barcelona. Los trabajadores hacían gala de religiosidad para organizarse —burlando así las restricciones de las leyes—, sin que ello, apunta Romero, les impidiese participar directa o indirectamente en los ataques a los edificios de la Iglesia. Se trataba de una religiosidad instrumental, no carente quizás de una fe sui generis.
¿Existe una religiosidad instrumental en la Iglesia? Hace unos días la Conferencia Episcopal Española ha aprobado su plan para reparar los abusos de pederastia para casos prescritos, que son la gran mayoría. La asamblea de mitrados ha tomado una decisión a la manera española, que diría Machado: sin obligar a los titulares de las diócesis o provinciales de órdenes religiosas a aceptar su dictamen, con una comisión de arbitraje que nombran los propios prelados y sin la participación de las asociaciones de víctimas. No se cumple ninguna de las recomendaciones del Defensor del Pueblo. La citada comisión estará integrada por cuatro especialistas del ámbito jurídico —ahí hay un buen plantel de patriotas y devotos donde elegir—, cuatro médico-forenses, representantes de la Conferencia Episcopal y de la Confederación Española de Religiosos, que aportarán la visión de los hombres de vida consagrada.
La comunidad benedictina de Montserrat ya anunció en su día que se ceñirá al plan que apruebe el episcopado. Ciertamente, no es actitud que subraye su singularidad, aunque se le atribuya un indiscutible papel en defensa de “nuestras libertades colectivas” y de estar “con Cataluña y al lado del anhelo de los catalanes”, como subraya la mesa del Parlament para concederle por unanimidad —con los votos de PSC, Junts y Esquerra— la medalla de oro de la Cámara legislativa catalana.
Montserrat —que celebra ahora su milenario— después de muchos tira y afloja reconoció al menos una docena de casos de pederastia. Especialmente sangrante resulta la impunidad de que gozó durante 40 años el monje Andreu Soler para perpetrar abusos de menores. La jerarquía no hizo nada. Miquel Hurtado, la primera víctima que denunció abusos en el monasterio, sigue sin ser indemnizado. Y es que, en el asunto de la pederastia, mitrados y provinciales religiosos siempre han ido a remolque de los medios de comunicación –singularmente de la investigación de EL PAÍS–, sobre la que han procurado echar tierra y lodo. La medalla de oro del Parlament tal vez actúe como acicate para un cambio de actitud. Pero siempre habrá quien eche en falta, más allá de las peticiones de perdón, una catarsis en toda regla. Defender las libertades, albergar reuniones políticas durante la dictadura franquista y ser un referente cultural no está precisamente reñido con mantener un comportamiento ético y moral mínimamente digno. De otra forma habrá que pensar que, como los obreros del textil del siglo XIX, también existe la religiosidad instrumental entre los religiosos.
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