La historia interminable
El Sónar despidió su edición con una nueva estampa nocturna de multitudes eufóricas espoleadas el sábado por Paul Kalkbrenner y Charlotte de White
La apoteosis del baile. Eso es el Sónar en su última noche y eso fue lo que pasó en la última jornada nocturna del festival, con los hangares de la Fira de Gran Via llenos y el público extasiado ante un vendaval de ritmo que no hizo prisioneros. Lo desataron fundamentalmente Paul Kalkbrenner y Charlotte de White, sumos sacerdotes en el altar central del Club, también Floating Points en el Pub y por medio se coló como piragua entre cruceros un Vincent Staples que dejó excelentes canciones ante un público numéricamente más modesto. Con esas escenas de éxtasis que al menos merecen ser vistas una vez en la vida, una multitud entregada al baile es una multitud feliz, en paz, nada agresiva y que muestra de formas evidentes que vive a ojos vista un momento de plenitud que exprime con toda su voluntad. Eso es el Sónar noche, un espacio en el que la música hace mejores a quienes a ella se someten.
Comenzó llenando el Club Kalkbrenner, que nace un poco más alemán y es alumbrado Volkswagen. De gesticulación tosca en la cabina, se secaba la boca con el dorso de la mano y reía más que con felicidad, que se le supone, con cierto aire de suficiencia, hacer bailar a una multitud compacta debe ser muy parecido a sentirse deidad, Kalkbrenner acentuó la dureza de su techno para imponer su estilo. Más que bailar se movía, y sólo sus dedos mostraban delicadeza al manejar los controles de su mesa, un portaviones erizado con mandos que las cámaras acercaban a la pista. De tanto en tanto, entre subidas de ritmo y valles para que la posterior subida fuese aún más notable, infiltraba voces que remataban melódicamente sus catedrales de ritmo, momentos en el que la masa claudicaba. En esos instantes Kalkbrenner vocalizaba las letras, como cuando hizo de Stromae en su remix de Te quiero, hecho que la triplicación de su rasurada cabeza en pantallas y su gestualidad de hooligan hicieron aumentar la euforia. Sólo un error, su apellido vendría a significar “quemador de cal”, cuando lo que Paul quemó en el Sónar es la goma del calzado del público.
El público es una fuente inagotable de situaciones fruto de la euforia, como quien iba invitando a beber de su vaso asegurando que no tenía droga disuelta (sic), o una señorita con un vestido transparente de luces, que la convertía en perfecto árbol de Navidad, plantada allí, durante el set de Kalkbrenner, bailando sobre una superficie poco mayor que un sello de correos. Luego están los portaestandartes, que no se sabe si guían a un grupo o simplemente disfrutan enarbolando una flor o un bastón de plástico como un aparejo propio de la noche. No faltan los mostradores de torso, bien sea porque se han moldeado en gimnasio o porque un tatuaje lo exige –la noche del sábado el calor no parecía argumento sólido-, pero lo mejor es que todo el mundo puede mostrarse tal cual es.
Como Vince Staples, que cruzó el charco en modo supermercado formato ahorro: sólo en escena y sin disc-jockey. Lo mejor de su pase, las canciones, parte de ellas, hasta cuatro, de su excelente último disco Dark Times. Abrió con una de ellas, la que tiene más groove, Little Homies, para seguir con la melódica Lemonade, de su disco anterior, Ramona Park Broke My Heart, del que sonaron al menos otras cuatro. La distancia entre su fama en Estados Unidos (protagoniza en Netflix una serie humorística basada en su vida) y España se tradujo en una tibia presencia de público, y la austeridad de su show, él y cuatro proyecciones al albur, no hicieron mucho por ampliarla. Es lo que tiene disponer de un mercado local suficiente, que cuando sales a la lejana Europa sólo cabe el cepillo de dientes. Su voz, nada enfática, y su fraseo, fluido pero no veloz, hizo pensar que sus conciertos pueden ser mucho mejores. Acabó con Black & Blue, un tema para bombo y caja con coros celestiales, que finalizó bruscamente. Al mirar a escena Vince ya no estaba.
Volver al escenario principal para seguir a Charlotte de White fue como reingresar en el fragor de la noche. Allí la dj y productora belga desplegó un show audiovisual despampanante: pantallas en el frontal de la cabina, otras dos laterales, una enorme en la parte posterior y cinco que pivotaban sobre su eje ofreciendo pantalla por una cara y parrilla de focos por la otra. Cuando estas luces actuaban al unísono, la oscuridad parecía un acerico donde se clavaban. Una ensalada de rayos láser completaba la oferta visual. Como banda sonora, música a unos 140 bpm (latidos por minuto), seca, austera, dura. Imparable. En los arreones de ritmo la multitud se desbocaba, y suerte que el techno acostumbra a bailarse en poco espacio, en muchos casos como si se hiciese una especie de surplace ciclista en el que las piernas no están inmóviles (y por fortuna se carece de bici), porque en caso contrario el enorme hangar del Club resultaría insuficiente. Técnicamente impecable, Charlotte, bailona en su cabina, sonriente, ajena a las muecas de poder de Kalkbranner, se marcó un set perfecto y vistosísimo, tecnología al servicio del hedonismo.
Más tarde Floating Points mostró la cara más dura de su sonido. Escuchándole a unos 130 bpm parecía imposible que Sam Shepherd fuese el mismo músico del maravilloso Promises, una de las últimas grabaciones del saxofonista Pharoah Sanders. Versátil porque sí. La masa, a aquellas horas aún más eufórica, mostraba cierto apremio ante la forma de estructurar el set del inglés, que no queriendo ser demasiado rectilíneo, planteaba valles en los que no palpitaba el bombo a bajo volumen, eso cuando lo había, o directamente había una ausencia de sonido próxima al silencio. Y es que en las horas finales del Sónar apenas hay espacio para salirse de un guion que pauta impenitencia. Y a la salida, control para que la peor realidad exterior no triunfe en el festival y verificar que nadie llevase más móviles de los que tenía al entrar por haber dejado al prójimo con menos.
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