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El baile a través de los tiempos

Ese propósito, empujarnos a negociar con nuestro cuerpo en términos de movimiento, espacio, expresión corporal, estilo y ritmo, es tan viejo como la vieja humanidad

Fotograma de 'Flashdance'.
Fotograma de 'Flashdance'.Paramount Pictures
Iker Seisdedos

Un hilo invisible une al Ray Charles de What I’d Say (1959), una de las piedras de Rosetta del género que vino en Estados Unidos a bautizarse como soul más o menos en esa época, con la contagiosa y naíf invitación del himno de house Follow Me (1992), de Aly-Us, y ese trallazo machacón y minimalista titulado Kalemba (Wegue Wegue) (2008), con el que el colectivo multinacional de raíz portuguesa Buraka Som Sistema conquistó el mundo con su particular mezcla de música techno y ritmos de kuduro africano. No es solo que las tres canciones figuren en esta colección, con la que se ofrece una celebración de la música dance desde los primeros balbuceos de la cultura juvenil surgida de las ruinas de la II Guerra Mundial a estos tiempos de macrodiscotecas ibicencas, DJ con caché de estrellas del rock que actúan ante estadios de fútbol y se mueven en jets privados, es también que los tres están pensados, guste o no, para algo tan primitivo como la incitación al baile.

Ese propósito, empujarnos a negociar con nuestro cuerpo en términos de movimiento, espacio, expresión corporal, estilo y ritmo, es tan viejo como la vieja humanidad. Y sus reglas permanecen más o menos inalterables entre entonces, cuando los hombres empleaban la danza para comunicarse con la naturaleza y marcar los ritos de paso de la vida, y ahora, cuando la capacidad de comunión del baile ha pulverizado todas las marcas gracias a la combinación de inventiva algo tontorrona, redes sociales y conexiones de banda ancha que ha originado el nacimiento de coreografías virtuales con nombres como Chicken Noodle Soup (2006), Walk It Out (2006), Crank That (2007), Stanky Leg (2007) o Shmoney Dance (2014). ¿No le suenan? Pues busque sus nombres en YouTube y déjese llevar.

Ray Charles en el Festival de San Sebastián en 1991.
Ray Charles en el Festival de San Sebastián en 1991.

Como no se trata aquí de establecer una apresurada historia de la música de baile desde los romanos, dejemos que nuestro relato arranque a finales de los años cincuenta, cuando Ray Charles y otros, como Billy Ward & The Dominoes o Los Orioles, empezaron a cruzar el góspel, melodías religiosas que sonaban en las iglesias del sur de Estados Unidos, con el rhythm and blues, que había hechizado a la juventud como una versión vitaminada del blues nacido en torno a las plantaciones de algodón de la cuenca del Misisipi y emigrado después a las grandes ciudades industrializadas.

Ese patrón mestizo se puede reproducir en todos y cada uno de los capítulos de la historia que cuenta esta colección, que, si se permite el símil geológico, pueden verse como estratos que a partir de la acumulación de lo anterior hallan la capacidad creadora de algo nuevo. El funk resulta de sumar con intención monocorde jazz, soul y el boogaloo, que causaba sensación en las comunidades latinas de las megalópolis de Estados Unidos. La música disco fue más allá al añadir a la marmita el ansia de agradar del pop y el desenfreno de la salsa para, por un lado, plantar cara a la hegemonía de los dinosaurios del rock de mediados de los setenta y, por otro, dar voz a los anhelos de libertad de la comunidad gay.

Cuando estos ritmos cruzaron el charco y se contagiaron del hedonismo mediterráneo, nació el eurodisco, que en los últimos años ha dejado de ser un placer culpable (una de esas cosas que uno escucha a escondidas) a vivir un insospechado revival . Y de la alteración de algunos de los ingredientes del disco con técnicas prestadas de la revolución de la música electrónica europea y el minimalismo americano surgió en discotecas y almacenes de Nueva York y Chicago el house, mientras en la vecina Detroit irrumpía una música en cierto modo emparentada, aunque más cerebral y oscura, llamada techno.

Con estos últimos estilos comparte genealogía el synth pop, que resulta de sumar sensibilidad popera a aquellos avances de la electrónica europea (o más bien alemana, gracias a bandas como Kraftwerk). Y si el trip hop y el resto de la electrónica de los noventa salen al añadir nuevas influencias a las anteriores (rock, hip-hop, reggae, jungle, dub), los sonidos que hoy pueblan las radiofórmulas, las bandas sonoras de los programas de telerrealidad y las discotecas de alto standing de todo el mundo suponen lo más parecido a una puesta en práctica sonora del lema posmoderno del “todo vale”. Por último, la entrega de dance español ofrece un resumen de cómo fueron asimiladas todas esas enseñanzas en España, que, si bien nunca fue una potencia discográfica relevante, sí ha tenido dos idiosincrásicos laboratorios para el baile: la costa valenciana, con su ruta del bakalao entre mediados de los ochenta y principios de los noventa, e Ibiza, que pasó de ser una isla de libertades hippies en los años setenta para transformarse en un enorme polo de atracción turística para jóvenes de todo el mundo con ganas de bailar hasta el amanecer y más allá.

Aunque sería un error pensar que la historia que esta colección cuenta es solo la de un enorme acto de individualismo hedonista. Si bien es cierto que, a diferencia de en la danza clásica, toda esta música está pensada para ser bailada en solitario, como en aquella canción de Billy Idol Dancing With Myself, la mejor dance music ha servido también como vehículo para diferentes aspiraciones políticas. Un buen ejemplo está contenido en el primero de los CD, el consagrado al soul. Se trata de Dancing in the Street, de Martha Reeves and the Vandellas. Más allá de la estética del tema, compuesto en 1964 por Marvin Gaye, William Mickey Stevenson and Ivy Jo Hunter, subyace una ética que rápidamente se identificó como revoltosa. Fue un éxito inmediato (número dos en la lista de éxitos estadounidense, y número cuatro, en la británica), y con el tiempo se convertiría en uno de los característicos himnos del sello de Detroit fundado por Berry Gordy. Pero también fue tenido rápidamente por una llamada a tomar las calles para avanzar en la conquista por los derechos civiles.

Del mismo modo que aquellas conquistas raciales no serían comprensibles sin temas de denuncia como los que harían famoso a Curtis Mayfield (aquí representado junto a The Impressions con su We’re a Winner, otro gran himno protesta), Marvin Gaye o Aretha Franklin (que se desgañitó célebremente por un poco de respeto), tampoco cabría entender la liberación gay sin los temas de música disco, una subcultura en la que el amor homosexual fue a finales de los años setenta y principios de los ochenta todo menos un tabú. Cuarenta años después, temas como I’m Coming Out, de Diana Ross, o I Will Survive, de Gloria Gaynor, son considerados en las fiestas del orgullo gay de todo el mundo himnos universales a la libertad sexual.

Hay algo rebelde en el hecho de bailar sin control al ritmo de la música. Implica una liberación que no siempre agrada al poder. Así resultó con el acid house y la cultura de la rave, que, a finales de los años ochenta, convirtió a la juventud inglesa en una nación dispuesta a hacer centenares de kilómetros para reunirse en fiestas ilegales, consumir una nueva droga llamada éxtasis, capaz de generar súbitos sentimientos de pertenencia a la comunidad, y moverse al ritmo de la música hasta perder el conocimiento. Aquella utopía, simbolizada por el icono del smiley, un círculo amarillo ácido con una sonrisa inoxidable, no duró demasiado. En 1994, el Gobierno aprobó la Criminal Justice & Public Order Act, redactada específicamente para silenciar la nueva subcultura. La norma prohibía cualquier concentración masiva de gente que danzara a la “emisión de una sucesión de beats repetitivos”.

Esta lectura del baile como dispositivo político se ha convertido en un lugar común en el arte contemporáneo gracias al trabajo de artistas como Jeremy Deller, autor de la irónica The History of the World (1997), un diagrama en el que el legado de las fanfarrias (brass bands) queda conectado mediante una endiablada sucesión de líneas y flechas con el house para, de paso, marcar la evolución de la sociedad británica, de “industrial a posindustrial”.

Más allá de la política, esta colección se presta a una inequívoca lectura geográfica. Muchos de estos estilos están indisolublemente unidos a las ciudades o países donde nacieron. Es paradigmático el caso del soul. Está el soul de Detroit, con su buque insignia de la Motown, el soul de Memphis, el de Chicago, el de Miami, el de Atlanta y hasta el de Cleveland. El disco es inconfundiblemente neoyorquino. El house, claro está, viene de Chicago, y el tecno, de Detroit. ¿Y el trip hop? Tan de Bristol, ciudad del suroeste de Inglaterra, que uno casi puede adivinar la niebla que se levanta con frecuencia a orillas del río Avon que divide la localidad en dos en algunos de sus clásicos, como Blue Lines, de Massive Attack, y Dummy, de Portishead, las dos piedras fundacionales en 1991 de aquel sonido.

De tal manera que esta colección es también la invitación a un viaje que empieza en el preciso instante en que uno sube el volumen del estéreo, cierra los ojos y da un paso… y luego otro. Y luego, otro más.

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Sobre la firma

Iker Seisdedos
Es corresponsal de EL PAÍS en Washington. Licenciado en Derecho Económico por la Universidad de Deusto y máster de Periodismo UAM / EL PAÍS, trabaja en el diario desde 2004, casi siempre vinculado al área cultural. Tras su paso por las secciones El Viajero, Tentaciones y El País Semanal, ha sido redactor jefe de Domingo, Ideas, Cultura y Babelia.

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