Manolo García monta una verbena estival en el Sant Jordi de Barcelona
Popular y reivindicativo, el músico dedicó el concierto a agricultores, ganaderos y al ex presidente de Uruguay, José Mújica
Llegaba el gentío al Sant Jordi, ya una hora antes del inicio del concierto. Gente que madruga por narices en su inmensa mayoría. Se acercaban al control de seguridad, y en las colas se oía, “ah ¿pero también cachean?”, o bien “¿y los bocadillos se pueden entrar? Más allá un señor que por edad podía haber sido amigo de infancia de Manolo García, llevaba orgulloso en su pechera el apellido de su ídolo, que aunque hoy haya tejanos que se llaman Pepe aún sigue significando algo muy distinto. Manolo García. Como comer patatas a la importancia, morcilla de Burgos, salmorejo, bocata de fuet o papas arrugás en tiempos de sushi hasta en la sopa. Edades con canas entre el personal y en la caseta de autorizaciones para menores dos trabajadoras, aburridas en su soledad, decían haber autorizado a seis menores, seis, en un Sant Jordi lleno. Ese público que los políticos se disputan en elecciones estaba allí, esa mayoría que en la noche del sábado lo fue todo menos silenciosa. Fue su noche.
Manolo García es músico, un triunfador, una estrella, pero estrella en pantuflas, de las que se visten de gala y casi parece que se disfrazan de tan antinatural les queda el atavío. Quizás por ello al inicio de Diez mil veranos, tercera canción, lanzó su americana a las primeras filas, tras ya desde el comienzo enarbolar el pañuelo palestino que ceñía su cuello para reivindicar el fin de la atrocidad en Gaza. Fue el inicio de una cascada de reivindicaciones propias de un señor mayor, Manolo ya está en los 68, que ha perdido el miedo —nunca lo tuvo— a decir lo que piensa. Pudo venir a la cabeza el convento y el tiempo que queda dentro. Dedicó el concierto a agricultores, ganaderos y al ex presidente de Uruguay, José Mújica, Pepe, se ciscó en las redes, en lo insensato de este mundo y todo lo hizo salpimentando sus parlamentos, ni sutiles ni particularmente elaborados, con tacos de uso común, una lluvia de palabrotas que en boca de Manolo evocaban catarsis y humor más que el avinagrado enfado de un cascarrabias.
Aunque el enfado palpitaba, pues Manolo, como muchas personas allí presentes, asiste atónito a un mundo desquiciado por la especulación. Y aunque él tenga dinero a espuertas no suena a demagogia ni a populismo. Cree en lo que dice. Su adn es el mismo de quien va a sus conciertos. Sirva esto para enmarcar lo que es la música y el espectáculo de Manolo García en directo, un espectáculo popular en la España de la virgen de agosto.
El escenario, pequeño para el Sant Jordi, embutía a los ocho músicos y la bailaora ocasional en un espacio reducido iluminado y decorado con la misma imaginación que usa Springsteen para los suyos. Incluso los objetos brillantes que pendían del micro parecían esos cachivaches que se cuelgan en los balcones para evitar las deposiciones, hablando de Manolo debería decirse cagadas, de las palomas. Hubo un momento que a los más viejos del lugar les debió conmover el recuerdo, cuando en Levedad usó un embudo para cantar —si Michael Stipe usaba megáfonos con REM, él tira de embudo— e incluso para ponérselo fugazmente en la cabeza como en aquel barcelonés Studio 54 de 1986. Ha pasado el tiempo, pero la esencia se mantiene. Si entonces El Último de la Fila estaban pletóricos, hoy Manolo lo estaba de igual manera cuando dijo “mola mucho cantar”, explicando así el placer que debe sentir al poderlo hacer con ese torrente de voz que conserva y que sigue quebrando aflamencado como tributo a sus raíces culturales de charnego. Porque Manolo ejerció como tal a lo largo de toda la noche. Con exultante orgullo. Habló mayormente en catalán, pero también en castellano, reivindicó cantando con Ivette Nadal Creyente bajo altas torres de tensión la lengua de Sisa y Pau Riba, o de Ia & Batiste, músicos que adoró de joven, e incluso resultó natural porque hasta él mismo se rio de la pirueta de reivindicar el catalán cantando en castellano. Son esos birlibirloques en los que no se aprecia maldad y que hasta en el más furibundo esencialista provoca una sonrisa hija tan de la ternura como del pasmo.
Hijo de mil leches, Manolo es un poco de todas partes, fruto de esa Barcelona de barrios donde hubo bares de anís y fritanga. De ahí la sensación de familiaridad que se establece en sus conciertos, esa vuelta a un repertorio de vivencias que con sus imperfecciones, vulgaridades, lugares comunes y evocaciones nos habla de cuando la vida era un espacio reconocible. ¿Las canciones?, pues las de siempre en Manolo, un ramillete de nuevas, otras de factura menos actual y un final a base de reinterpretaciones de El Último de la Fila, con cuyo Insurrección inició el concierto con el puño en alto. Fragmento más aflamencado abierto con Azulea y cerrado cuatro temas más allá mediante Con los hombres azules , mucho acento acústico —violín, mandola, guitarra española— parcialmente sepultado por una barahúnda eléctrica de estivales autos de choque, solos de guitarra, hasta dos en algunas canciones como No lloras y juras y una voz incólume. Unas treinta y tres contando las rancheras finales. Tres horas y cuarto de concierto. Mal lugar para ir de acompañante. Si las películas duran más de dos horas, los conciertos de Manolo ya son largos incluso antes de que eso pasase. La gente paga, yo doy, piensa Manolo. Otro artista de realidades acorraladas.
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