El marchito Consell de la República
Puigdemont ha hecho desaparecer el que iba a ser un paradigma de democracia que burlaba el yugo de la legalidad española
Cuando haya que hacer balance, quizás lo más tangible que habrán obtenido los más de 100.000 integrantes del Consell de la República –según datos propios– es la gratuidad durante 365 días de los servicios de Mutuacat. Tener dentista y médico privados sin pagar por un año es una ventaja nada desdeñable, después de cómo dejó el exconsejero Boi Ruiz la sanidad catalana. La oferta especial para patriotas se presentaba así: “Mutuacat quiere ayudarte a mejorar tu salud y la de todos los catalanes. Por eso regalamos a todos los socios del Consell de la República el acceso a servicios médicos y dentales baremados durante un año”.
El recurso al sector privado es una constante en la sociedad catalana. Por eso en la época del president Quim Torra se llegó a externalizar parte de la tarea del Gobierno catalán. Para no eclipsar la figura de Carles Puigdemont, se articuló un entramado en Waterloo con el marchamo de “Govern legítim”. De esta manera, se distinguía del reprimido y constreñido Ejecutivo de la Generalitat, como se encargaba reiteradamente de recordar Torra. El caso es que Puigdemont ideó el citado Consell, que debía erigirse en concreción del nuevo orden inspirado en el procés y seguir órdenes “de abajo a arriba”.
Como suele suceder en política, lo que en su momento fue una virtud ha acabado con el tiempo transformado en estorbo. Y Puigdemont –con gran maestría caudillista– ha conseguido hace unos días eliminar la asamblea de representantes del Consell, una suerte de parlamento en el mundo paralelo de Waterloo. La institución ya no le servía y podía poner obstáculos a la negociación para la investidura de Pedro Sánchez, cuyas riendas lleva con fuerza el de Waterloo.
Desde el principio de la aventura, el Consell tuvo un más que incierto futuro unitario. Sólo Junts había depositado su fe en ese organismo con sede en la rue de l’Avocat 40 de Waterloo, que quería hacer efectiva la independencia de Cataluña, culminando el “proceso constituyente republicano” e internacionalizando la causa. Ahora, en plenas negociaciones con el PSOE, ha bastado una carta enviada por correo electrónico a finales de agosto para eliminar la asamblea de 121 representantes. Hace unos días, fue suficiente con el 6,5% de las más de 90.400 personas con derecho a voto en el Consell para barrer la citada asamblea.
Los irreductibles críticos –una treintena– han tachado la iniciativa de “bonapartista” e incluso de copiar las deleznables hechuras de la política española. Eso sí, han cargado las tintas para apuntar al segundo de a bordo, Toni Comín, y así no despertar las iras directas del timonel. Puigdemont, por su parte, ha decidido cambiar el parlamento paralelo por dos cámaras más manejables: una de presentación de las secciones locales y otra de juristas expertos.
Así, a golpe de liderazgo, el expresident ha hecho desaparecer el que iba a ser un paradigma de democracia que burlaba el yugo de la legalidad española. El 23 de octubre los afiliados a la entidad con sede en Waterloo deberán decidir si dan luz verde o no a la negociación para investir a Pedro Sánchez. Es de suponer –sin prejuzgar si finalmente habrá o no acuerdo– que el líder logrará imponer su voluntad y así el Consell dará un paso más en el progresivo vaciado de ese mundo paralelo que él erigió.
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