Ruido y tolerancia: Barcelona declara la guerra a nuevos tipos de contaminación sonora
Nuevas formas de intolerancia nacen al abrigo de los tiempos y los niños siguen siendo el último eslabón
Mi abuela barcelonesa contaba que de pequeña vivía en lo que ahora son las inmediaciones de la plaza de les Glòries de la capital catalana. Decía que, por delante de su casa, un principal, pasaban, a todas horas, los vehículos pesados que entraban o salían de Barcelona, camiones, autocares y maquinaria de todo tipo, pero también aquellos coches y motocicletas de antaño, esos cacharros que pueblan las viñetas de Mortadelo y Filemón. Según el tráfico, la madre de mi abuela corría al comedor a sujetar las porcelanas decorativas de la estantería. Ruido y humo, en resumen, en cantidades que hoy son inaceptables.
Barcelona, no, muchos barceloneses han declarado la guerra a nuevos tipos de contaminación sonora. Mi abuela aguantaba cosas que, claro está, forman parte de un pasado bárbaro. Leo en los medios que los ciudadanos se quejan, principalmente, de los helicópteros, de las obras y, sobre todo, del ocio en general, llámense terrazas llenas, el incivismo y otras lindezas a menudo asociadas al turismo. No son extrañas, en este contexto, las declaraciones de vecinos que decidieron mudarse por culpa del jolgorio a pie de calle. En menor grado, las quejas van desde los que tienen debajo un centro de la ITV, pasando por los que no soportan el estruendo del camión de la basura, hasta el que sufre, de balcón a balcón, un piso turístico, una terraza que se alquila para fiestas, etcétera.
Es evidente que las grandes ciudades actuales ofrecen un marco físico en el que vivir mucho mejor del que ofrecían hace medio siglo o más atrás. Sin embargo, también es verdad que todo se puede mejorar, y en ello están los ayuntamientos, los gobiernos, la jerarquía institucional entera. Lo curioso, al menos en Barcelona, es que ha nacido un nuevo tipo de queja contra el ruido o, por decirlo con más exactitud, un nuevo foco relacionado con la normal existencia de la gente. En el momento de escribir esto en la capital catalana se dan una decena de casos judicializados de vecinos que se quejan de los patios escolares.
Lluís Gallardo, de la Asociación Catalana contra la Contaminación Acústica, y miembro fundador de Juristas contra el Ruido, explica que las denuncias se han multiplicado exponencialmente. Los barrios de Gràcia, de Sants y el Eixample se llevan la palma. Gallardo apunta que una de las causas de la nueva intolerancia tiene relación con la «tregua sonora» que se dio durante el confinamiento y la pandemia. Es lógico, pero la escalada no termina ahí. Hace unos días, unos padres mostraban en las redes la nota que unos vecinos les habían colgado en la puerta, quejándose de que su recién nacido lloraba demasiado.
En la esquina donde vivió mi abuela ahora hay una escuela. Expuesta a un tráfico constante y tupido, en las aulas el ruido de los motores es ensordecedor. En el patio no se pueden ni hablar. Una vez más, como durante el confinamiento, niños y niñas son los grandes olvidados de las regañinas entre adultos, olvidando que son los ciudadanos que mejorarán, si les dejamos, el futuro.
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