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Woody Allen
Crónica
Texto informativo con interpretación

Woody Allen vuelve a engatusar al entusiasmado público barcelonés

El cineasta inaugura el 55 Festival Internacional de Jazz de Barcelona con un lleno en el Tívoli para disfrutar de los sonidos del jazz más tradicional y también ver al genio de la pantalla, cómo se mueve, cómo golpea con el pie en el suelo marcando el ritmo o cómo intenta sonreír al pronunciar sus escasas palabras

Woody Allen tocando el clarinete durante el concierto de este lunes en Barcelona.
Woody Allen tocando el clarinete durante el concierto de este lunes en Barcelona.Lili Bonmati

Woody Allen inaugurando el 55 Festival Internacional de Jazz de Barcelona. Dicho así, de sopetón, podría parecer uno de los chistes de alguna de sus viejas películas, increíble pero menos. Y como la moraleja de muchas de esas películas, no se trataba de ficción sino de realidad. En la noche de ayer lunes el histórico certamen barcelonés levantó el telón de esta quincuagésimo quinta edición con una actuación de Woody Allen que repetirá hoy martes en sus dos únicas apariciones musicales en la península.

Por suerte, esta inicial presencia de Allen no marca en absoluto el resto de la programación de un festival que mantiene su altura jazzística y cuenta con la presencia de un buen número de músicos importantes e innovadores.

Inauguración, como se suele decir, de gala con un teatro Tívoli, un local con menos charme que el Liceo o el Palau pero con un aire un tanto decadente que se ajusta mejor al producto presentado, lleno hasta la bandera de público y de entusiasmo. Incluso el inicio de la velada fue un poco peliculero, de película de misterio, con el escenario iluminado tras la presentación del grupo y los músicos haciéndose esperar durante varios largos minutos que intranquilizaron al personal. Al final, como quien no quiere la cosa, fueron saliendo y fue la aparición de Allen con paso timorato la que levantó la gran ovación que ya iba a marcar todo el concierto. Camisa clara, chinos beige, calcetines a rayas y las enormes gafas enmarcando una cara de circunstancias, como si fuese a ensayar con unos colegas en el salón de su casa.

No era la primera vez que Allen pisaba uno de nuestros escenarios, todo lo contrario: lo hace con una cierta asiduidad ya que aquí he encontrado un público totalmente entregado (probablemente no jazzístico) capaz de perdonarle cualquier cosa. Por otra parte, él mismo se considera como un músico aficionado, lo repite a menudo y se suele sorprender por la cantidad de público que le aplaude en Europa. Así que nadie fue engañado al Tívoli barcelonés, que colgó el letrero de agotadas las localidades para las dos noches consecutivas (unas 3.000 localidades en total). Un llenazo no para disfrutar de los sonidos del jazz más tradicional sino para ver al genio de la pantalla, ver cómo se mueve, cómo viste, cómo dormita tras su instrumento mientras los otros tocan, cómo golpea con el pie en el suelo marcando el ritmo o cómo intenta sonreír al pronunciar sus escasas palabras. No es un acercamiento al músico o a la música sino una rendición incondicional ante un cineasta que en la pantalla merece eso y mucho más pero que sobre un escenario y clarinete en mano (mejor en mano que en los labios) deja mucho que desear.

Además, en los últimos tiempos el fallecimiento de su lugarteniente eterno, Eddy Davis, ha obligado a una reestructuración de la banda que le acompaña en estas aventuras. Ahora los directores musicales son el pianista Conal Fowkes y el trompetista Simon Wettenhall (siempre consultando previamente a Allen, claro) pero realmente no se nota cambio alguno: jazz primitivo, alegre y contagioso, del que te hace marcar constantemente el ritmo con el zapato, a caballo entre la tradición blanca y negra, pero sin excesos de ortodoxia. Así, entre un buen paquete de estándares dixieland, pueden abordar tanto una balada country (el Jambalaya del gran Hank Williams) como una conga del mismísimo Lecuona (Para Vigo me voy) cantada además en un peculiar castellano por el pianista. Todo interpretado con dinamismo, solvencia y buen humor por parte de la banda que consigue en casi todos los momentos ocultar la impericia de su líder. En casi todos, ya que Allen no tiene ningún recato en ir tomando un solo tras otro y ahí su sonoridad, alejada de todos los arquetipos (incluidos los de los niños que se inician con el clarinete) muestra su deficiencia técnica y musical. Un sonido tan irritante como estridente que llega incluso a molestar en algún momento, pero manteniendo, eso sí, un ritmo constante. Tras lo visto, Allen podría haber tocado un pito, aporreado una pandereta o, incluso, deslizar su mano suave y acompasadamente sobre el mango de una zambomba y el resultado hubiera sido el mismo: el delirio de sus seguidores porque nadie estaba allí para verle tocar el clarinete sino simplemente para verle.

Matando dos pájaros de un tiro, al mismo tiempo que presentaba estos dos conciertos el cineasta estadounidense está estrenando también su última película que muchos han de calificado ya, dada su edad, como la última. Visto así, probablemente este fuera también su último concierto en Barcelona, pero ni una cosa ni la otra son creíbles comprobando la vitalidad del octogenario neoyorquino (¡87 noviembres en su haber!). Si es capaz de convencer tocando el clarinete ¿de qué no será capaz escribiendo y dirigiendo (y ¿por qué no? interpretando) una nueva genialidad cinematográfica? Quedamos a la espera más cinematográfica que, por supuesto, concertística.

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