Tres años después de la pandemia en las residencias catalanas: “No se ha recuperado la confianza”
Los centros recobran la ocupación previa a la covid aunque gerentes y familias admiten que existe una recelo por el recuerdo de la gestión de la crisis y las restricciones en algunas visitas
La herida que dejó la covid en las residencias de Cataluña comienza a cerrarse pero aún supura. Los centros han recuperado tres años después las cifras de ocupación previas a la pandemia, pero entidades y familiares admiten que aún existe desconfianza social por el recuerdo de la crisis. “Fuimos víctimas de la gestión de la pandemia y quedamos señalados”, lamenta Andrés Rueda, presidente de la Asociación Catalana de Directores de Centros de Atención a la Dependencia (Ascad). Según datos del departamento de Derechos Sociales, actualmente están ocupadas unas 40.000 plazas subvencionadas, por las 38.000 de 2019. A finales de 2021, la cifra llegó a descender hasta las 34.000.
¿Cómo se puede superar definitivamente una crisis sanitaria que dejó casi 8.000 fallecidos en 2020 entre la población residencial catalana? No parece fácil encontrar una respuesta en un contexto donde se mezclan el cuidado a un colectivo vulnerable, la protección sanitaria, las expectativas de las familias y la capitalización de la actividad. “Desde la pandemia hemos acumulado críticas cuando la incidencia fuerte de la covid no se dio en todas las residencias, sino en algunas; y esto ha calado entre la sociedad”, lamenta Josep Serrano, vicepresidente de la Federación de Entidades de Asistencia a la Tercera Edad (Feate). “Se quebró la confianza con las familias y ha sido un lastre. Aún no la hemos recuperado”, admite. Las patronales reclaman más ayudas para combinar el equilibrio económico con la atención a los mayores y los usuarios recelan de las restricciones permanentes en parte del sector: muchas residencias siguen limitando las visitas a un horario predeterminado.
La brecha entre parte de los gestores y las familias aparece en la misma percepción de lo que significa estar en una residencia. María José Carcelén, portavoz de la plataforma Coordinadora Familiares de Residencias 5+1, defiende que esta es el “hogar” de los ancianos y que conlleva la libertad de salir, entrar y recibir las visitas que se deseen. Rueda acepta que las visitas son necesarias y están totalmente permitidas, pero matiza que la responsabilidad de los centros es garantizar la mejor atención a una población mayoritariamente dependiente: “Las personas vulnerables requieren unos patrones y hábitos que a veces su propio entorno no considera”, señala. “Del mismo modo que los padres no entran en la clase de la escuela de sus hijos, en las residencias también se requiere un orden para el bien común”.
Tampoco ayuda la huella del pasado. Las mascarillas siguen siendo obligatorias para trabajadores y visitantes, y los positivos deben aislarse hasta un máximo de siete días en su habitación según la norma establecida el pasado mes de junio por el Departamento de Salud y aún vigente. “Si fuera de la residencia se hace vida normal, ¿qué sentido tiene mantener todos estos protocolos?”, se pregunta Ignasi Freixa, presidente de la Unión de Pequeñas y Medianas Residencias en Cataluña (Upimir). “La mascarilla es una limitación en los estímulos faciales con los usuarios, que requieren de la expresividad de los profesionales”, insiste. Una de las mayores inquietudes de las familias durante la pandemia fue precisamente el impacto de los aislamientos en la salud mental de los usuarios.
Los gerentes admiten que el tipo de residentes que atienden en los centros ha cambiado en los últimos años. Cada vez llegan con una mayor dependencia. “Si antes el 50% de los residentes eran dependientes, ahora lo es el 90%”, sintetiza Freixa. La sensación, considera Rueda, es que las familias apuran más que antes en llevar a sus ancianos a los centros. En 2019, el 19% de los nuevos usuarios fallecieron el mismo año, mientras que en 2022 la cifra alcanzó el 30%, según Ascad. “Ahora llegan en una situación de mayor vulnerabilidad. Por una parte, las familias han escuchado que las residencias no son seguras y dudan; y por otra, muchas cuentan con la pensión de los abuelos como complemento retributivo en un contexto de crisis y evitan traerlo a los centros”, analiza Rueda.
La vulnerabilidad de los usuarios lleva a los profesionales a tener que dedicar más tiempo a cada uno y a tener menos margen para realizar todas sus tareas en un contexto de escaso reconocimiento social y bajo sueldo, de apenas 1.100 euros brutos al mes en la mayoría de casos. Carcelén, representante de las familias, pide que se contrate a más personal para garantizar una atención adecuada. “Las residencias no emplean a más auxiliares para evitar costes. Ahí es donde sacan su beneficio”, denuncia.
Freixa y Rueda niegan que sea una cuestión de beneficio, sino de margen de maniobra. Coinciden en que faltan manos, pero reclaman ayudas a la administración, que actualmente paga unos 2.000 euros al mes por plaza concertada. “La Generalitat tiene que incrementar el valor de las plazas públicas porque actualmente el margen es escaso”, indica el director de Upimir. Los gerentes añaden que la inflación y los sobrecostes energéticos reducen aún más estos márgenes. “El gasto energético ha aumentado entre un 60% y un 80%”, asegura Rueda. Ello, y el impacto propio de la pandemia ha llevado a reducir el número de plazas totales: de las 1.238 residencias activas en 2020 se pasó a 1.126 en 2022.
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