El rey desnudo y los rankings universitarios
La participación en las clasificaciones de centros es una patada hacia adelante en un modelo caduco que no es sostenible
En 2011 publiqué un artículo titulado Rankings a peor en el que cuestionaba la utilidad de los rankings de universidades por sus sesgos interesados y denunciaba el papanatismo universitario que enarbola el ranking como prueba de su éxito y la insuficiencia de fondos públicos como excusa de su fracaso.
El tiempo transcurrido confirma el argumento. Prueba de ello es que numerosas universidades estadounidenses (Harvard y Yale entre otras) están boicoteando los rankings universitarios. Y es que en Estados Unidos gran parte del éxito social se vincula a estudios superiores en universidades clasificadas como “de prestigio” en los rankings, a pesar de que estos, de criterios muy discutibles y subjetivos, no reflejan la excelencia educativa, la preparación, ni las actitudes positivas de los graduados. Argumentan que los rankings crean “incentivos perversos” para que las universidades faciliten información engañosa para mejorar en las clasificaciones. Sirva de ejemplo el escándalo, en 2018, de sobornos para la falsificación de exámenes y expedientes académicos para ingresar en “universidades de prestigio” en el que al menos 50 personas fueron inculpadas.
Los rankings universitarios recuerdan al cuento de Andersen: todos sabemos que no reflejan la realidad (el rey está desnudo), pero fingimos estar convencidos de su utilidad (el traje nuevo del rey es muy bonito) por temor a ser acusados de lerdos. Los rankings universitarios no son lo que aparentan porque la “calidad universitaria” es relativa en función del objetivo: ¿empleabilidad?, ¿nivel académico?, ¿investigación?, ¿nivel deportivo?, ¿renta de los ingresados?, ¿criterios inclusivos de orden racial o de género?, ¿premios Nobel entre su profesorado? Las universidades son diversas: grandes, pequeñas, focalizadas en la docencia, en la investigación, centralizadas o no, urbanas o periféricas, presenciales o virtuales, públicas o privadas. No se puede ser “excelente” en todo, y, sin embargo, algunos rankings (de matriz anglosajona) premian aspectos tan poco aplicables a nuestro entorno como el uso del inglés, las publicaciones en revistas científicas anglosajonas (privadas) o el ya mencionado número de premios Nobel entre el profesorado.
La fascinación por los rankings es la muestra de la rendición a razones inconfesables que la justifican: buena publicidad para captar estudiantes, profesores, patrocinadores e investigación, o justificar una gestión burocrática. La razón última es el dinero, pero que no se note, que se camufle en argumentos como la lucha por el bienestar general a pesar de la falta crónica de recursos, aunque el meollo de la universidad tiene que ver menos con el dinero que con la eficiencia y la fijación de objetivos: su función de desarrollo de las personas, de los territorios, de generación del conocimiento. La mejor universidad debiera ser aquella que cumple eficientemente con los objetivos que libremente se ha fijado en el marco establecido y no la que aparece en los primeros puestos de un listado sesgado con intereses no declarados.
La participación de las universidades en los rankings es una patada hacia adelante en un modelo caduco que no es sostenible porque nuestras universidades no son libres: no deciden sobre su propia calidad, sobre cómo se gobiernan, cómo se financian, o cómo enseñan, investigan, ni qué profesores pueden contratar ni qué alumnos pueden admitir. Un modelo que cuenta con la complicidad de todos: gobernantes, docentes y alumnos que persiguen figurar en los primeros puestos de la clasificación de reyes desnudos. Se echa en falta al niño del cuento que le dijo al rey que iba desnudo, y que se atreva a gritar que los rankings universitarios no son fiables y están desnudos.
Ramon J. Moles Plaza fue secretario general de universidades de la Generalitat de Catalunya (2003-2006)
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