El Sónar 2022 se despidió entre sutilezas, patadas rítmicas y disrupción erótica
El festival, que ha hecho de la necesidad virtud, impulsó en su jornada final a los locales María Arnal y Morad y en la noche se abandonó con Chemical Brothers y el baile imposible de Arca
Los festivales, como las bolas de discoteca, son un todo formado por cientos de espejos que reflejan de manera distinta parecidas realidades, cuando no la misma. En su jornada final, la del año en el que la necesidad se convirtió en virtud y el Sónar encontró cobijo en el producto nacional y el acento local para reclamar territorialidad, el festival se despidió con una fiesta química a la antigua usanza con The Chemical Brothers, un descenso a las calles con Morad para reivindicar la renovación con un público casi infantil, un ascenso a los cielos de la empatía, sutileza y aceptación de la fragilidad no como lastre sino como muestra de humanidad con Maria Arnal y Marcel Bagès y un paseo agreste por el erotismo disruptivo y la sensualidad explícita de Arca. Fueron cuatro referencias de una jornada que se consumió entre la tarde y una noche que acabó disuelta en miradas extraviadas y cuerpos agostados por la celebración electrónica, esa que volvió a reconocerse con las primeras luces del alba. En eso el Sónar volvió a ser fiel a sus principios de hedonismo.
Si se comienza por la noche, difícil orillar el espectáculo que supone ver a The Chemical Brothers. A diferencia de C. Tangana, que concitó al público nacional, el dúo británico reunió en el escenario central de la Fira en Hospitalet, una suerte de desierto del Gobi sin arena, a todo el público del recinto, literalmente. Y todo ese público, literalmente, bailó, azotado por un tsunami de ritmos sólidos, percutivos y crecientes que se retenían hasta descorcharse en un éxtasis que disparaba los puños como si aquello fuese una orgía de la vieja izquierda. Desde las pantallas, un acompañamiento de visuales no particularmente original más cerca de Tron que del futuro, enmarcaba a un dúo que es un viejo rockero de la electrónica a granel, un constante golpear en el saco de arena que voluntariamente es el público con puños como Hey Boy, Hey Girl o un ” despachada a las primeras de cambio. El dúo británico es tan historia y tan efectivamente la explica que resulta hasta entrañable. Un viejo profesor citándose a sí mismo.
Muy distinto había sido en la tarde el concierto de María Arnal y Marcel Bagès, cuyo maravilloso Clamor fue reinterpretado junto al apoyo vocal del Cor de Noies de l’Orfeó Català. Estaba María tan exultante e ilusionada que hasta tardó en encajar su voz en Tras de ti, primera pieza del concierto que llenó el Hall. Estaba María fuera de sí, girando sobre su eje, envuelta en un vestido blanco con algunas notas grises, como nubes en un cielo de hielo. Con el escenario azotado sólo por luz blanca, igual color que el vestuario del coro, la estampa tenía una belleza sobria y luminosa, reforzada por el papel coreográfico de la agrupación vocal, en momentos bailando jovial para romper el estatismo que se le supone a una formación así, en otros meciéndose como un bosque de posidonias balanceado por las corrientes. Cautivador en cualquier caso. Y si Chemical Brothers eran puñetazos en el hígado, el dúo catalán, apoyado por su cómplice David Soler, proponía caricias de un mundo regido por la empatía, maravillosa la imagen propuesta en Meteorit ferit de un meteorito que sufre mientras se desintegra en su ingreso en la atmósfera, el calor del sentimiento humano y la necesidad de imaginar las cosas desde otro ángulo, con otra perspectiva. Fue un concierto emocionante y hermoso, dominado por la voz dúctil de María, prueba, una más, de que la mirada femenina, alejada del tópico, se impone como mejor acomodo al mundo que diseñado por los hombres camina por el sinsentido de una agresividad extenuante. Sonó casi todo el disco Clamor como un canto que sugiere, nunca exige, un cambio de paradigma. Sin duda uno de los conciertos del festival. Luminoso, cálido y sutil.
También en la tarde, el rapero Morad, como Rojuu, provocó otro rejuvenecimiento en y del festival. Porque lo que había entre el público eran casi criaturas, distantes aún de la adolescencia pero ya con sus gustos musicales bien nítidos. Y Morad les ha llegado desde la calle como espacio de legitimación, como también le ha llegado a la adolescencia apostada en primera fila, atenta a cualquier guiño, presta a corear Soñar y a reivindicar un lugar en el festival. Con una fluidez absoluta en el recitado, rápido, preciso, nítido, flexible, y unas bases que iban ganando velocidad a medida que avanzaba el concierto, el éxito del de l’Hospitalet fue concluyente. Tanto que ni tan siquiera tildar de traidor a Mbappé, se supone que por desairar al Madrid, causó desapego, y el recinto cantó “Mbappé, Mbappé, Mbappé”. Un espectáculo tolerado para menores, alguno de los cuales agitaba carteles de adhesión ante la feliz y comprensiva mirada de sus progenitores. De remate, Morad espetó un “fuck Mossos d’Esquadra”, a los parciales responsables de su leyenda. ¡Qué sería del rap sin la poli!
Por el contrario, no fue apto para menores el concierto que en la noche propuso Arca, la excentricidad experimental hecha música. La diva por antonomasia del Sónar de los últimos años comenzó su actuación proponiendo un reggaetón afilado e incómodo, anguloso y electrónico basado en piezas como KLK, Prada o Rakata, composiciones más que aptas para la pista de autos de choque del festival. Retorciendo las canciones con sonidos agudos, voces de pitufo y ritmos acelerados hasta el paroxismo, la venezolana jugó en la liga de lo diferente y de un desguace sonoro que alcanzó hasta a la cumbia. Con su imagen de dominadora, una especie de Valentina de Guido Crepax en versión contemporánea, con ese erotismo que a la vez es sugerido, explícito y siempre perturbador, dejando que el corpiño rígido que lucía se escurriese por debajo de sus senos, la sesión fue angulándose más y más hasta lo casi imbailable, para finalizar con la Arca más conceptual tras el sintetizador en un concierto que iba acogiendo a los que habían sido sacudidos por Chemical Brothers. El Sónar con la imagen gráfica del espantapájaros, idónea y acertada para, quien sabe si casualmente, amparar un festival donde la música popular casi pre tecnológica ha triunfado, inició entonces su camino nocturno, ese que muestra como nunca la misma noche de siempre.
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